Yo no sé si es por la edad o porque la válvula de cerdo que el doctor Ibarra me puso en el corazón ha acentuado mi sensibilidad y me vuelvo loco con los aniversarios.

 

Sucedió que el 6 de enero de 1904 nació mi padre en Ejea de los Caballeros y cuando se lo anunciaron a su hermano Ignacio que los Reyes Magos le habían traído un hermanito, él comentó malhumorado “pues yo había pedido un cepo para los conejos”. No pasó nada más. Luego mi padre se apartó de lo rural y se fue a Madrid para hacerse periodista y, entre otras muchas otras cosas a las que tenía que acudir porque tuvo seis hijos, fundó  la sección de “El Ruedo” de “Marca” y luego la revista del mismo nombre, en la que puedo asegurar que, en los veinte años que estuvo en ella, fue el que más crónicas, entrevistas, ensayos y noticias firmó de entre todos los ilustres firmantes que participaron en el mantenimiento de la más variada e ilustrada de las revistas de toros que en el mundo han sido. Y también un 6 de enero, este de 1916, nació en Barcelona Mario Cabré. Y de este quiero hablar un poco más largo y tendido porque el otro día me comentaba Fernando del Arco que no se había hecho justicia a tan singular personaje. Y alrededor de ese celebrado 6 de enero tenemos que el 2 de enero de 1880 nació en Córdoba Rafael González “Machaquito”, que el 5 de enero del mismo año que mi padre, 1904, nació en Ronda Cayetano Ordóñez Aguilera, el 3 de enero de 1974, en Madrid, su biznieto Francisco Rivera Ordóñez y el 7 de enero de 1914, en Madrid también, Pepe Bienvenida, el torero que solo entró en una enfermaría para morirse después de colocar un par de banderillas. ¡Qué raza, Santo cielo! Su hermano, Antonio, que las había visitado casi todas, fue a morir junto a las encinas de un campo castellano.

 

Pero estaba con Mario Cabré, el que se apellidaba “Polifacético” aunque tuviera una sola cara, la de una bella persona. En el teatro, el cine, los ruedos, la moda masculina o las tertulias poéticas. Y hasta hizo su excursión por los estudios de grabación y yo conservaba un disco suyo de boleros que me desapareció como alguna otra cosa curiosa, tal que una fotografía dedicada de Ricardo Zamora cuando era compañero de mi padre en la Editorial Católica. Se va uno dejando por ahí las cosas, unas veces olvidadas, otras perdidas y algunas afanadas por personas más bien cercanas. Mario empezó por el teatro porque su padre era actor y él siguió sus pasos y los de su tío Pedro, figura del Español, donde fue a recalar otro Cabré de segundo apellido, Gas de primero, Mario Gas Cabré, su más distinguido director.

 

Aseguran las crónicas que Mario Cabré montó su primer Tenorio con doce años, que lo repitió años después con Maruchi Fresno y que hubo temporada en el que, tras cortar una oreja en la plaza de Las Ventas, recitó los versos de Zorrilla con especial galanura en las tablas de un teatro de la Gran Vía madrileña.

 

Yo había iniciado mi periplo periodístico en la primera mitad del año 1951 con crónicas de las novilladas de Carabanchel, plaza en la que también se inició mi padre en 1933 en “El Debate”, labor que alternaba con la crónica de sucesos que era lo que en aquellos tiempos encargaban a los novatos. Mi ilusión era continuar en la tarea periodística y recibir alrededor de veinte duros por crónica o artículo. Algo más de medio euro. Y entonces inicié una sección que se titulaba “Lo que hacen los toreros fuera del ruedo” y como Cabré era el que más cosas hacía al margen del toreo fue el primero en caer en mis inexpertas manos. Además, cuando Cabré iba a Madrid, acudía a la tertulia de “El Gato Negro”, antesala del teatro de la Comedia, en donde se reunía mi padre, con actores, pintores, periodistas y autores, de entre los que recuerdo con especial cariño a don Joaquín Roa, un pamplonés genial que, pese a su modestia, intervino en las más importantes películas de nuestra cinematografía: “Bienvenido, Mister Marshall”, “Marcelino Pan y Vino” y “Viridiana”. Con estos tres títulos creo que es bastante. A trancas y barrancas  y con la supervisión de mi padre que  me hacía repetir lo que no le parecía bien, al fin quedó terminado mi trabajo y dispuesto para aparecer en página doble en el número 387 de “El Ruedo” de 22 de noviembre de 1951, ilustrada con las fotos de un lance a la verónica de Cabre, acompañado de Ivonne de Carlo cubierta con una capa española, con Maruchí Fresno en una escena del Tenorio, con la francesa Anouk en la película “Annette” en la que el torero hacía un papel de gangster y otro fotograma de la película “Tercio de quites” en la que participó la mexicana Chula Prieto. Esa era la salsa que le daba gracia a mi trabajado plato fuerte. Y el año lo terminé completando este ciclo con entrevistas a Manolo Escudero en su casa de Atocha, junto al Ministerio de Fomento, a Rafael Vega “Gitanillo de Triana”, en su colmado de “La Pañoleta” con Pastora y su hija, la esposa de Rafael, a Juanito Posada en el café “Marfil”, Alcalá, esquina con Arlabán, y a Paquito Muñoz en el domicilio de sus padres que tenían la concesión de los autobuses a Paracuellos del Jarama.

 

En el mismo número en el que yo firmaba la entrevista a Mario Cabré como “Barico II”, Santiago Córdoba, al estilo tajante y conciso del catalán del Arco, le hacía una entrevista a Domingo Ortega, que fue padrino de la alternativa de Cabré en Sevilla (1 de octubre de 1943) y también de su confirmación en Madrid (8 de octubre del mismo año). Y no quiero dejarme en el tintero dos o tres opiniones del rural filósofo de Borox: “Solo he visto dos toros completos en toda mi vida, uno me tocó a mi y otro a Marcial”. (Santiago Córdoba daba por hecho que Domingo Ortega se había retirado aquel año de 1951. No fue así. Su última corrida tuvo lugar el 14 de octubre de 1954 en Zaragoza y con Jumillano y Pedrés. Luego se le vio en numerosos festivales y en uno de ellos hasta  toreo con chaqueta de aberturas en la espalda. Como Castella en América) ¿Normas clásicas? “Parar, templar, cargar y mandar”. “Llevar al toro toreado”. “Mandar al toro dando al mismo tiempo una sensación de belleza”. ¡BELLEZA! Hay gustos que merecen palos.

 

Mario Cabré era un hombre guapo. Y exquisito. De una belleza interior que yo pude saborear durante  muchos años, cuando tuvo que retirarse a Benicásim a una residencia y desde allí me enviaba sus libros o tankas de poesía en las Navidades de los años 70 y firmaba con la mano izquierda el escueto “Mario”. Todavía no se podían reparar los corazones con válvulas de Jabugo. Pero él seguía en su afán de transmitir sus sensaciones y por ello cuento con un tesoro de más de veinte libros, con especial significación del dedicado a “Manolete” en 1947, el “Dietario Poético” a Ava Gadner, 1950, “Oda a Gala-Salvador Dalí”, 1952, “Canto sin sosiego”, 1957, “Tankas”, 1962, “En la Residencia”, 1969, y “Benicásim”, 1978. Así hasta el 1 de julio de 1990, día en el que Mario Cabré murió en Barcelona.

 

Guardo con especial devoción un ejemplar de “Danza Mortal” editado en Madrid por la editorial “Mon” en la imprenta “Arba” en abril de 1950. Está dedicado a la desaparecida bailarina Mari-Paz, ilustrado por M. Zaragüeta y prologado por don Jacinto Benavente (para las víctimas de la Logse y  su sucesores: dramaturgo, Premio Nóbel y autor de “Los intereses creados”) y que dice en uno de sus párrafos: “Hay en todas las poesías de Mario Cabré una emoción honda, la de quien tantas veces ha vuelto de la muerte; la del que sabe, como él mismo dice en una de sus poesías, que la muerte no se improvisa”. “La muerte es la perfección de nuestra vida”.

 

Don Jacinto, trataré de seguir siendo imperfecto. Y feliz año, amigos. 

 

 

 

Artículo de Benjamin Bentura Remacha

Periodista

Fundador de la Revista “Fiesta Española”

Escalera del Éxito 85