Salió por la puerta de chiqueros el toro 4.316 de su carrera. Y Enrique Ponce dibujó con su leve y armoniosa muleta una lección magistral difícil de olvidar. Fue sin duda la mejor faena de la Feria y de muchas ferias. Metió poco a poco al toro en los vuelos de la franela, engolosinándolo de tal manera que el pupilo de Las Ramblas rompió a bueno y se convirtió en el mejor colaborador posible del maestro.

 

Ponce sentó cátedra de cómo hay que torear para que el toro no roce siquiera la muleta y la obra tenga continuidad, temple, cadencia y ritmo. Los oles eran atronadores y los broches de las series, pases de pecho de antología tanto por un lado como por el otro, la culminación de bien cincelados grupos escultóricos de indescriptible belleza. La música acompañó toda la faena, que iba subiendo de tono a cada serie y el público rugió en pie cuando, tras dos molinetes de cámara lenta, el valenciano interpretó tres veces seguidas la célebre “poncina”, que en sus manos se convierte en un pase fundamental interminable. Pinchó dos veces arriba y se le ovacionaron los pinchazos como si fueran las dos estocadas de la tarde. Así ardía el público en la hoguera de su arte.

 

El gentío en pie le obligó a dar la vuelta al ruedo y a salir finalmente hasta el centro del ruedo a recoger una ovación que duró dos minutos.

 

El joven maestro cumplía su corrida 2.109, y acababa de matar su toro 4.316. Atrás deja 60 alternativas y 40 toros indultados.