Hace muchos milenios, artistas prehispánicos plasmaron en las paredes de las cavernas de Cantabria, Málaga, Santander y Lérida la fiereza y elegancia de los toros, con un estilo y una gracia que el arte de los siglos posteriores ha sido incapaz superar.

 

De las primeras carabelas que llegaron a las costas americanas desembarcó con los conquistadores el amor de los peninsulares por los toros, así como su extraña tendencia a enfrentarse con ellos. La fiereza de los animales debió llegar con los primeros ejemplares que cruzaron el Atlántico, que aunque fueron transportados para cumplir la misión de cargar, arar la tierra y servir de alimento a la creciente población americana, algunos fueron utilizados por la descendencia iberoamericana para divertirse con su nobleza.

 

Si tuviésemos que reseñar la primera fiesta popular con toros realizada en América tendríamos que sumergirnos varios siglos en la historia de nuestro continente. Muchos festejos populares de la América colonial incluían la presencia de astados que, rasgando en jirones los trajes de algunos atrevidos, vengaron la afrenta de haberlos separado de su madre Patria.

 

Cuenta el cronista de la época, José María Cordobés Moure, que la conmemoración de la fecha de independencia de Colombia a finales del siglo XIX incluyó festejos populares en donde los toros jugaron un papel protagónico. La terminación de la guerra de independencia causó un distanciamiento forzoso de las colonias, que no permitió conocer oportunamente el desarrollo de la fiesta brava que se estaba presenciando en la Península.

 

Mientras en ruedos españoles la escuela de Sevilla, representada en Cuchares, sentaba las bases de la moderna tauromaquia, en la plaza mayor de Santa Fé de Bogotá el pueblo celebraba sus efemérides patrias con francachelas que incluían un espectáculo de toros que perseguían a unos atrevidos ganaderos, unos a pie y otros a caballo. La principal parte del espectáculo se llevaba a cabo en las improvisadas tribunas de madera, en donde las damas de la alta clase social, localizadas en la primera fila de las graderías, aprovechaban la oportunidad para lucir sus mejores galas. En la medida en que se ascendía en las graderías, disminuía la posición social de los espectadores, hasta llegar a la tercera y última fila de los palcos considerada como un Arca de Noé. Afuera de la plaza el pueblo disfrutaba de viandas típicas, licores y juegos de azar en los tenderetes localizados alrededor de la plaza. El esparcimiento callejero era frecuentemente interrumpido por los gritos de ¡toro, toro! cuando un nervioso ejemplar escapaba de los frágiles toriles. La muchedumbre enardecida corría detrás del animal, perseguido también por vaqueros a caballo que trataban de enlazar el fugitivo para dominarlo. Una fiesta sin muchos heridos y uno que otro muerto no era digna de recordación.