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“Por lo que digo que lo Bello es el

símbolo de lo moralmente bueno”

Immanuel Kant. Crítica del Juicio.

Quiero discutir aquí las ideas expuestas por Silvino Vergara en su artículo “La ecolatría y la prohibición de las corridas de toros”, argumentando que existe una crítica a la tauromaquia distinta a las discutidas por él.

Entiendo la crítica de Vergara en base a las siguientes ideas: (1) que la legislación contra el maltrato de animales ha sido tradicionalmente defendida desde la derecha, lo que supone un deslizamiento ideológico contradictorio en la izquierda mexicana; (2) que la llamada ecolatría supone una injustificada igualación entre derechos del hombre y derechos de los animales o plantas; (3) que la tauromaquia debe entenderse a partir de la idea de que la costumbre genera derecho; y (4) que la prohibición de dicha actividad viola el artículo 4 constitucional.

Dejaré del lado el asunto respecto de la ubicación ideológica (derecha-izquierda) de la tauromaquia, así como sobre la congruencia de la izquierda mexicana. Por su parte, daré por correcta la idea de que la costumbre impacta en las normas positivas de una nación. Me enfocaré en profundizar, primero, la crítica de Vergara a lo que llama “ecolatría” y, segundo, en proponer una nueva crítica de la tauromaquia que parta del concepto kantiano de lo bello.

Kant, con su definición de los seres humanos como fines en sí mismos, al igual que Hegel, a través de su idea del ser humano como el lugar específico donde se desdobla la autoconciencia del Absoluto, elaboraron sus filosofías sobre la intuición del ser humano como pináculo de la creación. La idea de “ser humano” supone, para el kantismo y el hegelianismo, una capacidad de apertura a lo espiritual que le está vetada a otras formas de vida. Heidegger, un siglo después, insistirá en la primacía del hombre (Dasein) haciendo énfasis en el lenguaje: “el lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre”.

La primacía del ser humano así definida es una de las piedras normativas sobre las que se erigieron las actuales democracias occidentales. Basta recordar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, signada en 1948 a partir del temor suscitado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, que parte de reconocer, en cada ser humano, una dignidad tal que implica ciertos derechos innatos e inalienables. En el mismo sentido apuntan las antropologías implícitas en la Declaración de Independencia (1776) norteamericana y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa (1789).

A partir de estas dos ideas se comprende mejor, a mi entender, la crítica de Vergara contra la “ecolatría”, o el culto a la naturaleza. Una exaltación exagerada y desproporcionada de lo natural corre el peligro de generar presiones hacia la igualación del hombre y su entorno, desconociendo en última instancia la primacía y dignidad humanas. La idea kantiana del hombre como fin en sí mismo vuelve a auxiliarnos: mientras que podemos usar una vaca como medio para alimentarnos, no es posible sacrificar un ser humano bajo ninguna circunstancia, y sin importar el ideal, objetivo o finalidad que se persiga.

Vergara está, pues, en lo correcto, al apreciar esta diferencia entre los seres humanos y los entes en general. Nos quedamos, ahora, con la pregunta por la pregunta sobre la tauromaquia: ¿debe o no prohibirse?

Me parece que es posible distinguir un uso racional y un uso irracional de la naturaleza. Esta distinción queda claramente plasmada en el Código Penal del Distrito Federal respecto del maltrato y crueldad hacia los animales. Existe una diferencia clara entre hacer un uso racional de la naturaleza y el ejercicio de la violencia en contra de la misma; mientras que en el primer caso se evidencia una utilidad social, en el último sólo encontramos un desfogue de perversidad o de animadversiones mal canalizadas.

Entonces, ¿es la tauromaquia nada más que violencia y crueldad ciegas? La respuesta es, me parece, nuevamente negativa. Vergara está en lo correcto cuando tiene en mente la función moralizadora de la cultura—aunque me parece que no da suficiente énfasis al carácter potencialmente negativo de ciertas culturas, a la otra cara de Jano, podríamos decir. Por otro lado, es imposible no observar elementos artísticos y estéticos en la tauromaquia, ni olvidar su función cultural, histórica y social. A mi parecer, por tanto, la tauromaquia no es sinónimo de pura crueldad y violencia contra el mundo animal.

Ahora bien, creo que es posible una crítica distinta a la tauromaquia. Quienes aceptamos la idea kantiana de que lo Bello es un símbolo de lo moralmente bueno, creemos en la posibilidad de  juicios—siempre provisionales y sujetos al permanente ejercicio de la crítica—que nos permitan diferenciar lo bello de lo no bello. Mi argumento se basa en tres consideraciones:

Primero, que si aceptamos la primacía del sujeto y negamos la posibilidad de estándares universales de moralidad y belleza, no podemos más que reconocer que puede haber tanta belleza en un Rembrandt como en un animal descuartizado con fines lúdicos (no me refiero aquí a la tauromaquia, por supuesto). Esto, por la conclusión necesaria de que todo depende del observador subjetivo. Con Kant, nuestra idea es considerar el estándar de lo bello como un presupuesto necesario, no como una realidad objetiva y demostrable científicamente.

Segundo, que parece acertado ubicar a la tauromaquia en la antiquísima línea de los festivales de la sangre y la muerte. La mutación del circo romano en fiesta brava se opera por la multicitada dignidad humana, pero la última guarda respecto del primero la estrecha relación de la sangre y la excitación del combate. La pregunta ineludible es si en ellos se promueve el engrandecimiento de lo más elevado (lo espiritual), o, como me parece, satisfacen más bien el instinto y la animalidad—a pesar de, diría yo, lo artístico que evidentemente hay en ellas.

Tercero, que las anteriores consideraciones sugieren, desde mi perspectiva, que la tauromaquia debería superarse por considerarla un divertimento que poco aporta al espíritu humano. Esto, por supuesto, no implica un juicio sobre la necesidad del argumento o sobre su objetividad. Tal como he insistido, se trata aquí de tratar de desenredar, en poquísimas líneas, un tema tan complejo como la belleza, un tema cargado inevitablemente de factores subjetivos y contextuales pero que, no por eso, debe abandonarse al relativismo.

Juan Pablo Aranda es licenciado y maestro en ciencia política, por el ITAM y la Universidad de Toronto, respectivamente. Actualmente coordina los posgrados en ciencias sociales en la Universidad Popular Autónoma de Puebla.