Sevilla…Tenía que ser Sevilla quien se vistiese de gala y ofrecer al visitante su mejor imagen.

 

Sevilla…Tenía que ser la ciudad de la Giralda quien hiciese llegar al visitante el más puro y oloro­so aroma de su incipiente y casi recién estrenada primavera, cuando el 20 de abril de 1992 los Re­yes de España inauguraran la Exposición Universal que habría de c1ausurarse en octubre de aquel año.

 

Coincidiendo con tan magno evento, la Fundación Sevillana de Electricidad y la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, convocan, bajo la Presidencia de Honor de S.A.R. El Conde de Barcelo­na, un Concurso Internacional de Composición de Música para la Fiesta de los Toros, que es todo un éxito y al que se presentan más de un centenar de obras procedentes de España, Portugal, otros países europeos y de Ibero América.

 

Sería un músico nacido en Orgaz (Toledo), Aurelio Fernández Cabrera, quien se alzase con el Primer Premio de tan interesante Concurso, al que presenta un pasodoble con el título de «Primavera  Sevillana». Esa primavera que él, en su juventud, y durante su estancia en Sevilla al cursar estudios en el Conservatorio Superior de la capital hispalense, vivió intensamente.

 

Una primavera plena de luz, olor y color, muy distinta a la de su querido y siempre recordado pueblo natal de Orgaz. Y es que Sevilla, llegada su primavera, desprende un color y un olor es­pecial, los mismos que dejan escapar los alegres y toreros compases de su pasodoble.

 

Una primavera Sevillana, antesala de su famosa feria abrileña, recogida en una partitura plena de gracia, salero y auras de Andalucía. Tanta torería atesora, que no exagero, si digo que, al es­cucharla, uno se embriaga con arreboles de esos atardeceres toreros de la Real Maestranza.

 

Pienso que cuando Aurelio Fernández Cabrera llevó su «Primavera Sevillana» al pentagra­ma, tal vez le vinieron a la memoria aquellos amaneceres primaverales sevillanos vividos en su juventud en la ciudad de la Giralda; amaneceres cargados con el intenso olor del azahar, gene­rosamente desprendido por el sahumerio de sus naranjos y limoneros en flor, en tanto que em­briagado y ebrio con el perfume de rosas, jazmines, nardos, clavellinas, miralindos, alhelíes, narcisos, nomeolvides y siemprevivas, llegado de parques y jardines, séntose ante el papel pautado y principió su obra musical en forma de pasodoble.

 

Presumo que, a medida que avanzaba en la composición de su partitura, debieron acudir a su memoria aquellos paseíllos que él, tiempo atrás, presenciara en la Maestranza, cuando el reloj de tan bella y bien encalada plaza marcaba la taurina y lorquiana hora de las cinco de la tarde; cuando el refulgente sol abrileño de Sevilla se hace dueño y señor del azul e inmaculado cielo sevillano.

 

Muchos momentos felices de torería debió recordar el músico toledano a la hora de inspirar­se. Acaso, ¿recordó la vibrante faena que Diego Puerta realizó al miureño «Escobero»?; o, tal vez, ¿recordó la salida a hombros por la Puerta del Príncipe del mítico Curro Romero, aún sin cortar orejas, tras su memorable faena a un Benítez Cubero?; o, acaso, ¿le vino a la memoria la tarde de 1981, cuando Manolo Vázquez abría la Puerta del Príncipe, tras dejar a los aficio­nados sevillanos con el regusto de una insuperable faena?

 

Sí, seguro estoy, que tan sólo así pudo Aurelio Fernández Cabrera imaginar su onírica fantasía musical, que más tarde llevaría al pentagrama con hechuras de pasodoble torero. Yo cuando 10 escucho, y han sido muchas las veces, pienso en todo ello y hasta imagino al Giraldillo, grácil y airoso remate de su sultana madre la Giralda, empinándose sobre los tejadillos del coso maestrante para contemplar el paseíllo de las cuadrillas toreras a los sanes del pasodoble de «Primavera Sevillana».

 

Por último, decir que el segundo y tercer premio fueron otorgados a los pasodobles: «El arte de Cúchares», del alicantino Enrique Pastor Celdra, y «Maestranza Sevillana», de Pedro Morales Muñoz.