Crónica de Ladislao Rodríguez Galán

Desde que en el año 1963 comenzara la construcción de la nueva plaza de toros, acudía con asiduidad a fotografiar el avance de las obras. La primera vez que estuve, recuerdo que acababan de pintar en el suelo las delimitaciones donde debía ir la cimentación. Luego, a partir de ahí, fue cambiando la estructura hasta completar una obra que Córdoba necesitaba, pues la vetusta plaza de «Los Tejares» se había quedado pequeña ante el empuje y el tirón de un ídolo revolucionario llamado Manuel Benítez «El Cordobés». Algo así como lo que sucedió en México con «Manolete»; la plaza era pequeña para el aluvión de solicitudes de boletos, y ante la fuerza de su reclamo, levantaron la que se conoce como la Monumental de México. Y aquí están todavía las dos. Aquella con setenta y dos años y la nuestra con cincuenta y tres. Pero ambas caminando por sendas bien distintas. Son como dos naves; la mexicana mantiene su rumbo, con más o menos vaivenes, y la nuestra se halla al borde del naufragio más inminente. Y me da mucha pena que una obra levantada con mucha ilusión por tanta gente (propietarios, toreros, afición…), esté embarrancada por mor de las pèsimas gestiones de quienes, en un momento determinado de su historia, llevaron las riendas sin responsabilidad, sin cariño y sin atino. Por supuesto que hubo excepciones, no muchas, de empresarios con talante y categoría que supieron mantener el listón acorde con la historia taurina de la ciudad. Y me viene a la memoria Diodoro Canorea, como primer empresario y ejemplo a seguir. No faltará, seguro, quien esgrima la excusa de que son otros tiempos, etc, etc. Muy bien, pero los grandes empresarios, en todos los ramos, han destacado por haber sabido con su buen hacer, capear el temporal y evitar que la empresa haga aguas. Ahí está la clave entre el mediocre y el auténtico gestor.

A estas alturas, con más de medio siglo entre sus muros, hay que reconocer que «Los Califas» no ha tenido suerte. Han sido muchas temporadas echándose la pelota entre la propiedad y las diferentes empresas, a las que apenas se les exigió algo más que no fuera dinero para entregarla, y mientras la afición, atónita, veía como se desmoronaba una plaza cuya categoría y credibilidad se ha perdido totalmente en el mundo del toro. «Los Califas», aún de primera categoría, siempre ha significado poco, pero de unos años para acá ya no significa absolutamente nada. Triunfar o fracasar no redunda ni en beneficio ni en perjuicio del torero. Da igual. Nuestra plaza está, lamentablemente y mal que nos pese, a la altura de una portátil en cualquier pueblo de España, donde se celebran uno o dos festejos en su feria y hasta el año que viene. Eso pasa aquí.  Cuando acaba nuestra feria de mayo se monta la pantalla y comienza la temporada de cine de verano hasta los primeros días de septiembre. Un ciclo de varios meses al margen del tema taurino, que es para lo que se edificó el coso. También irrumpen, de vez en cuando, espectáculos musicales y de otra índole.

Luego, a las puertas del otoño y dos días a la semana, los capotes y muletas revolotean en manos de unos muchachos de la Escuela Taurina que pisan el albero con esperanzas de llegar a ser alguien en este complicado mundo del toro. Algo es algo, pero nos parece muy poco, más bien nada, a fuerza de ser sinceros, para una plaza que padece once meses al año una inquietante soledad. Una soledad de muerte…de muerte anunciada.