Para formarnos una idea de la importancia que tenían los toreros al principio del toreo reglamentado y en especial la que disfrutó, José Delgado y Gálvez, conocido por Pepe-Hillo, baste decir que el todopoderoso Godoy no tenía más voluntad que la del famoso matador. Manuel Godoy era un apasionado y ferviente defensor de las corridas de toros. Se dice que incluso participó, como aficionado práctico, en algún juego con toros. Un día, en una fiesta en el Pardo, se organizó una becerrada en la que intervenía el valido secretario. Los reyes asistían complacidos.

 

En un momento de la lidia, Godoy resultó cogido sin consecuencias. A la reina la dio un síncope. El rey, Carlos IV de “Bobón”, regañó, cursimente al omnipotente personaje por haber puesto su preciosa vida en peligro. Godoy hacia su trabajo en complacer a la augusta esposa del rey a la que beneficiaba sin recato amparado por la “tontuna bobonica”.

 

Sucedió que estando yo interesado en un imponente negocio, no muy limpio, pero políticamente correcto con el que ganaría varios millones de reales si lograba  el abastecimiento alimenticio al ejército. La fórmula consistía en cambiar guijas por garbanzos, sebo por cecina, centeno por trigo candeal … naturalmente, cobrando las viandas a precio de oro. Para lograr mi plan necesitaba de un distingo especial. Conocía a Pepe-Hillo por la amistad que nos unía a los dos con don Ramón de la Cruz. Expuse mi necesidad al torero. Claro está, sin mencionar la parte enojosa del negocio que sin duda no habría agradado al matador.

 

– Dejeló osté de mi cuenta, don Ugenio – me dijo muy campechano.

 

Mañana vamo a ver al rey mesmamente, y cuanti que yo le dé, do otré pase e pecho, se lo dejo cuadrao para que haga osté lo que le salga de la narise.

 

  No sería el camino más corto aunque es una magnífica recomendación. Los

pases hay que dárselos a Godoy.

 

 ¡Pero …  ¿con don Manuel?! Si semos la mar de amigotes! Cuanti se lo diga ya

está hecho too.

 

No me engañaba el simpático torero, el también llamado, “choriceo real” comía de su mano. Al día siguiente, Pepe y yo nos presentamos en el palacio de Doña María de Aragón que está en la calle Nueva de Madrid, (hoy Bailén) y sin más preámbulo ni dificultad pasamos a presencia del Príncipe de la Paz.

 

– ¡Cuánto bueno por aquí! – exclamó. Señalaba sendas poltronas.- Y antes de que lo olvide, Pepe, recibí y te agradezco, el ejemplar que me has remitido de tu “Arte de Torear”. Lo he hojeado y me parece muy completo.

 

  ¡Psé!. No está mal, don Manué, no está mal.

 

Por aquellos días se había publicado su famosa “Tauromaquia”. En realidad él no la había escrito, por la sencilla razón de que era analfabeto. Lo seguro es que su aportación consistía en hacer un tosco garabato con su nombre al final del librejo.

 

El diestro juraba que lo había dictado. No se si lo dictaría o no, lo seguro es que hizo millonario al editor que lo publicó.

 

– Lo que se me figura es que no describes bien la suerte de recibir.

 

-¿Cómo que no?

 

– Es claro, no que ha de preceder cite a la estocada y que no deben moverse los pies hasta dejar clavado el estoque.

 

– Pero, señó, ¡eso se sobrentiende!.

 

– Desengáñate José. No está todo lo claro que debiera.

 

Los dos hombres se enfrascaron en la discusión de las formas de realizar la suerte de recibir. Mientras, yo comprobaba que el secretario real estaba dispuesto a conceder lo que le propusiera el torero.

 

 Así fue. Relatados mis deseos, no puso reparo alguno a la concesión de que fuera yo el que suministrara a los ejércitos nacionales. Nos despidió con una palmadita en la espalda y dirigiéndose a Pepe-Hillo, con amabilidad dijo:

 

– Adiós José, y no te enfades por la lección que te he dado.

 

El torero se encogió de hombros sonriente. Era una persona sencilla, de

limpio corazón entregado a su profesión.

 

Pocos días después recibí el nombramiento de abastecedor de los Ejércitos de España. De inmediato me avisté con el diestro para darle las gracias y pedirle que en mi nombre se las transmitiera a Godoy. Al lunes siguiente, día de lidia, Pepe-Hillo, desde el callejón, cuando aguardaba la salida de su primer toro, en alta voz dice a Godoy:

 

  ¡Se agradece, don Manué!.

 

Todas las miradas de los espectadores se dirigieron hacia el palco del secretario que se pavoneó al contemplar como el insigne matador le mostraba en público su gratitud, a quien dirigió un saludo cariñoso con la mano.

 

En leída esta anécdota verídica nos sitúa en la realidad actual. La corrupción política nos consterna, pero mucho más el desprecio que nos demuestran en defensa de la identidad Nacional.