"Entre todas las víctimas de Autólico se encontraba Sísifo, rey y fundador de Corinto, además avaro, ladrón y mentiroso (que fue condenado en el infierno a empujar una enorme piedra redonda cuesta arriba, por una empinada ladera de una colina y antes de que alcanzase la cima la piedra rodaba hacia abajo, por lo que debía intentarlo eternamente, castigo relatado en La Odisea). Sísifo notó que el número de reses de Autólico aumentaba y el suyo disminuía. Conociendo, ambos cuatreros, las tretas que cada uno empleaba para apropiarse de lo ajeno, Sísifo decidió hacer unas marcas a su ganado en el interior de las pezuñas, gracias a cuya estratagema pudo reconocer sus reses, a pesar de que Autólico había cambiado el color del pelaje(…)"

 

 

La leyenda dice que cuando Sísifo acudió a casa de Autólico para reconocer su ganado, donde permaneció varios días, para vengarse de él sedujo a su hija Anticlea. Posteriormente Anticlea se casó con Laertes, rey de Ítaca y según Homero fue el padre de Odiseo, aunque otras versiones de la misma leyenda consideran a Sísifo padre de Odiseo, fruto de aquella relación.

 

En el mundo romano los animales eran marcados de diferentes formas, según a la función a la que se destinase cada animal, tal como lo reseña Virgilio (Publio Virgilio Marón, 70-19 a.C.), que en su obra “Las Geórgicas” (Libro III [155] 235) dice que son marcados a fuego los becerros al nacer: “Tras el parto recae todo el mimo en los becerros. Sin tardanza a todos a fuego se los marca con las señas y el nombre de la raza, y se distingue al semental futuro, al que se guarda para el sagrado altar, al que los surcos abrirá revolviendo en el rastrojo los ásperos terronesque lo erizan. Los otros pacen en los verdes llanos. A los que quieras enseñar las arduas faenas campesinas, de novillo empieza a estimularlos, y en la doma insiste mientras dura el genio dócil y su edad se doblega todavía. Lo primero rodéales el cuello con aros flojos de delgado mimbre. Cuando esta servidumbre ya soporte su cerviz antes libre, haz que acoplados con los mismos collares anden juntos llevando paso acorde dos novillos….”(7)

 

En la península Ibérica no se conocen datos de la práctica de marcar el ganado en tiempos pre-románicos, aunque sí conocemos el precio del ganado a mediados del siglo II a.C., cuando España estaba ya sometida a Roma, y el valor de un buey de arar costaba diez dracmas, gracias a Ateneo de Neucratis (hacia el 200 d.C.) que lo reseña en su obra “Deipnosofistas”, 4, 331, conocida en castellano como “El banquete de los eruditos”. (4)

 

No obstante, según Caro Baroja, las marcas actuales como cruces sencillas, puntos, rayas, círculos etc. empleados por los ganaderos pirenaicos actuales de los valles del Roncal, Ansó,  Gistain, Bohí, Pallars y Setcases, proceden de una tradición muy remota de marcar el ganado. (5)

 

El auge y la importancia de la ganadería en España fue siempre un pilar de su economía, en especial el bovino y el ovino, consiguiendo un  rango importante cuando el rey Alfonso X el Sabio creó, en 1273, el “Honrado Consejo de la Mesta de Pastores”, conocido vulgarmente como “La Mesta”, concediéndole una serie de privilegios de paso, en los periodos de trashumancia, entre Castilla y León y en detrimento de la agricultura, con la creación de las famosas “cañadas reales” entre esas dos regiones. 

 

Con la llegada al trono de los Reyes Católicos, las cortes de Toledo de 1480, hacen extensivos tales privilegios entre Castilla y Aragón, privilegios que fueron expandiéndose a otros territorios a medida que avanzaba la reconquista, dado el alto valor de la lana y los ingresos que reportaba a las arcas reales. Todo ello, como es de suponer, llevaba aparejado que el ganado debía estar perfectamente identificado con su marca correspondiente.

Suposición que se ve confirmada por la pragmática dictada por los reyes Católicos, en 1499, sobre la obligatoriedad de “marcar, herrar y señalar el ganado” a todo tipo de ganado que usase las cañadas reales. Tras más de 560 años de existencia, el “Honrado Consejo de la Mesta de Pastores”,  fue abolido en 1836.

 

Con el descubrimiento de América, el emperador Carlos I trasladó a la Nueva España, en 1537, algo parecido a “La Mesta” en España, con el requerimiento de que cada ganadero debía tener una marca única e identificable que, posteriormente, fueron registradas en un libro en la ciudad de México, vigente hasta 1778, fecha en que fue trasladado a la ciudad de San Antonio, la segunda ciudad de la ganadera Texas.

 

También tenemos noticias de que los primeros bovinos trasladados a la Nueva España se realizó en tiempos de Hernán Cortés, en 1537, quien formó una ganadería en el valle de Mexicaltzingo, (municipio de Toluca del estado de México), y que marcaba su ganado con un hierro integrante por tres cruces latinas.   

 

Tras el comienzo de la conquista de la ganadera Argentina, en 1527, y los siguientes asentamientos en años sucesivos por el noreste del país, se instaura la “Gobernación del Río de la Plata”, dependiente del Virreinato del Perú, cuya autoridad decreta, en 1576-77, la obligatoriedad de marcar el ganado. Al amparo de esa legislación se dio un hecho curioso en la provincia de Córdoba, en la que un ganadero reclamaba el reconocimiento exclusivo de su marca, o hierro, petición que le fue concedida en 1585. La exigencia y el celo en el cumplimiento de dicha legislación llegó incluso a decretarse en Buenos Aires, en 1606, la prohibición de sacrificar o vender cualquier animal que no estuviese marcado.

 

Para poder ejercer el control de las actividades ganaderas se creó, por el Cabildo de Buenos Aires, en 1609, una oficina exclusiva para el registro de marcas, cuyo primer ganadero registrado, parece ser, fue don Manuel Rodríguez, cuyo hierro consistía en dos bastones, o báculos, cruzados.   

 

Las marcas se registraban en el libro correspondiente en la Tesorería y se publicaba periódicamente una circular con las nuevas marcas. En la terminología usada se hacía diferencia entre “señal” (que era el signo aplicado a la oreja del animal vacuno u ovino) y “marca” (la figura o signo aplicado en cualquier parte del cuerpo).

 

Solo con estos dos ejemplos, en dos puntos opuestos de la América española, ponen de manifiesto el ordenamiento jurídico-ganadero que acompañó a la conquista.

 

De todos es conocido que la cría del toro bravo siempre se ha realizado de modo extensivo, generalmente en dehesas con abundante arbolado de encinas y en total libertad, con las únicas limitaciones que imponían las lindes perimetrales de las fincas, sin que apenas existieran tantos cerrados como en la actualidad, que en ciertas ganaderías parece que los toros están estabulados, más que en libertad.

 

En una obra titulada “Sevilla en la Historia del Toreo”, escrito por Don Luis Toro Buiza, éste nos relata las andanzas de un noble bohemio, el Barón de Rosmithal, cuñado del rey de Bohemia, hoy república Checa, cuando, allá por el año 1466-67, realizó un viaje por España y Portugal, y la extrañeza que le produjo al noble viajero: “… que los ganados no estuvieran recogidos en las casas de labranza y que pastasen sueltos en las dehesas señalados por un simple hierro”.

 

Sánchez de Neira nos habla, en su tratado “El Toreo”, de un tal D. Juan Álvarez de Colmenar, que en su obra titulada “Las Delicias de España y Portugal”, que dice fue editada en francés en Amsterdan en 1741 (una edición, también en francés, de 1715 se conserva en la Biblioteca Digital de la Comunidad de Madrid), en ella se describe la forma de celebrar las corridas de toros en el primer tercio del siglo XVIII y la forma de proveerse de los toros que se necesitaban para los festejos reales: “Algunos días antes van a la Sierra de Andalucía, donde se hallan los toros salvajes más furiosos, y los cogen por estratagema…”. Con abundancia descriptiva relata la forma de apresarlos, para lo que construyen unas empalizadas a lo largo de los caminos, a donde los llevan acompañados de cabestros y unas vacas amaestradas, llamadas “mandarinas”, para incitarlos a seguirlas, y una vez estabulados en una especie de corral que construyen en medio de la plaza: “…Cuando ya han descansado, se les hace salir unos después de otros y paisanos jóvenes, fuertes y robustos, llamados herradores, vienen, los cogen un  par por los cuernos y otro por la cola, los marcan con hierro hecho ascuas y les cortan las orejas…” (8)

 

Aunque hasta mediados del siglo XVIII no aparecen las primeras ganaderías españolas perfectamente identificadas, entre cuyos ganaderos famosos figuraron D. José Gijón, los hermanos Gallardo, D. Rafael Cabrera, el conde de Vistahermosa etc. no es hasta el siglo siguiente cuando se generaliza la costumbre de marcar y numerar los toros de lidia, tal como señala Cossío: “la costumbre de numerar las reses data de mediados del siglo XIX, es decir, del tiempo en que la selección de las ganaderías empezó a tener un carácter riguroso y una orientación segura”. No obstante dice Cossío que “el duque de Veragua (D. Pedro Colón y Ramírez de Baquedano, decimo tercer duque de Veragua, 1821-1866) no numeraba los becerros y los diferenciaba por la forma y el lugar de estar colocado el hierro”. 

 

Aún así algunos siglos antes ya existían vacadas en España y así lo señala Guerrita, en su Tauromaquia. Al ocuparse de la ganadería que considera más antigua, afirma que ya “en el siglo XVI y XVII, los toros de esta vacada (se refiere a la de D. Alonso Sanz, que se anunció después a nombre de su nieto D. Pablo Valdés), conocida por los de Raso del Portillo…eran los que, con los de la vega del Jarama, se lidiaban en las funciones reales”.

 

A partir de mediados de ese siglo XIX, las legislaciones sobre el control del toro bravo se han ido sucediendo con relativa periodicidad, “como instrumento básico para su mejor defensa, conservación y selección”, argumentos reseñados por el B.O.E. de 7 de febrero de 1980, para aprobar la reglamentación específica del “Libro Genealógico de la Raza Bovina de Lidia”.

 

Con la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, toda la legislación al respecto ha tenido que adecuarse a las directrices comunitarias de modo que, aún respetando las normas generales, se mantiene y defiende la especificidad de la Raza Bovina de Lidia y así ha quedado regulada la “Reglamentación Específica del Libro Genealógico de la Raza Bovina de Lidia”, por una Orden, de 12 de marzo de 1.990, del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, BOE nº 69 de 21 de marzo de 1.990, cuyo “Libro Genealógico” estará constituido por los siguientes registros:

“Registro Fundacional” (RF)

“Registro de Nacimientos” (RN)

“Registro Definitivo”(RD)

 

Además de especificar los contenidos de cada uno de los registro señalados, esta norma legal se ocupa, también, sobre la “identificación y denominación de ejemplares”, del “Desarrollo del Libro Genealógico”, de los requisitos para realizar los “Herraderos”, “Certificados”, “Importaciones y exportaciones” e “Información estadística”.   

 

En los estados democráticos garantistas y defensores de los derechos y especificidades de cada sociedad, nos parece muy bien venida toda legislación que potencie la defensa, la conservación, selección y pureza de la raza del “Toro Bravo”, al tiempo que defendemos se cumplan todos los requisitos, en ellas esgrimidos, por los ganaderos responsables de su selección. Pero estamos en contra del cumplimiento a “rajatabla” de algún aspecto de la misma, como es la del espectáculo esperpéntico de ver salir por la puerta de toriles un toro con los “crotales” puestos, que le dan un aspecto más de “damisela” que de fornido y bravo animal.

 

BIBLIOGRAFIA

1.- Federico Lara Peinado, “Los primeros Códigos de la humanidad”

2.- Federico Lara Peinado, “El Código de Hanmurabi”

3.- Profesor Guillermo Fatás, “Leyes Hititas”, Universidad de Zaragoza

4.– Cristina Delgado Linacero, “El Toro en el Mediterráneo”

5.– Julio Caro Baroja, “El estío festivo”

6.- Heródoto, Historias II, (pag. 41, capítulo 38-39)

7.– Públio VIRGILIO Marón, Obras completas,.Biblio. Regional Murcia, (AP 82-1 VIR  obr).

8.– J. Sánchez de Neira, “El Toreo”, pag. 265

9.– Jack Randolph Conrad, “El Cuerno y la Espada”, pag. 111.

10.- Estrabón, Geografía, 17, 1, 31

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