Con la vista fija en la puerta de toriles y los ojos cargados de una extraña mezcla de preocupación e inquietud, Enrique Cobo Luna aguardaba en aquella tarde de noviembre de 2007 la aparición en la arena del primer toro de la corrida; el ruedo de la plaza de Latacunga se convirtió de pronto en el escenario de uno de los momentos más intensos y emocionantes de su vida, su hijo -Enrique también- tomaría en cuestión de minutos la alternativa como rejoneador de toros, y él se esforzaba por sobrellevar las sensaciones encontradas y por ordenar un torrente de pensamientos y recuerdos.

 

Aquellos instantes que mediaban entre el toque de clarín y la irrupción de la res en el taurino plató se constituyeron en el lapso suficiente para que Enrique, el padre, se viera a sí mismo 30 años atrás en la finca familiar de Tumbaco adiestrando a Maguiña, su yegua engreída, en la que con ilusión incursionó en el mundo del toreo a caballo. Aquella faceta de rejoneador fue una más de su vida de aficionado a la fiesta de los toros, sumada a la de peñista, aficionado práctico, periodista, promotor de espectáculos, ganadero y, ahora, padre de toreros profesionales, pues, además del jinete, José Alfredo, otro de sus muchachos, es un novillero que suma ya un interesante número de corridas.

 

Es que la inacabable vocación de Enrique fue trasmitida con paciencia y pasión a sus hijos y a decenas de jóvenes que se interesaron por el espectáculo taurino y el toreo; varias camadas de aficionados prácticos surgieron de sus enseñanzas, conocimientos que enriquecieron también a un puñado de chicos que buscaron el toro como su forma de vida.

 

Pues sí, piensa, he pasado media vida compartiendo con amigos y familiares los secretos de la fiesta brava y sus valores intrínsecos; ahora, medita, uno de los míos está a punto de alcanzar su sueño y, con él, yo también; en ese momento el toro en el redondel ya mostraba su negra piel.

 

Al cabo de cinco años, estos pensamientos ya son otro recuerdo, pues a las puertas de la realización de la feria de Riobamba de 2012, Enrique, el hijo, ve su nombre anunciado en los carteles junto a toreros de importancia internacional, otro sueño cumplido.

 

El joven torero creció en un ambiente que indefectiblemente le condujo a convertirse en rejoneador; en los campos der Cerro Viejo, el cuartel general de la prole, en los que se crían toros y caballos, el muchacho encontró en la fiesta brava la razón de su vida a partir de comprender –según apunta- que el toreo a caballo es una de las expresiones más elevadas de la equitación, y a su vez la versión más compleja del toreo, pues, subraya, son tres voluntades que confluyen en el ruedo, en la que la elegancia y la armonía deben primar.

 

 

 

En cada una de sus actuaciones se esfuerza por perfeccionar una técnica compleja que entraña el conocimiento de terrenos, distancias, tiempos y otros conceptos que se los debe manejar con soltura; para ello es indispensable montar a caballo todos los días; muchas horas de trabajo, para mantener adiestradas a sus seis cabalgaduras toreras.

 

Enrique, el menor, empezó su carrera hace 12 años. Tuvo la suerte de perfeccionarse en México y en Portugal, hasta su doctorado en Latacunga, de manos de Jorge Hernández Garate y con Pedro Louceiro como testigo. De allí en adelante sus actuaciones se han repetido en la mayoría de plazas ecuatorianas e inclusive mexicanas.

 

Se inclina por la escuela portuguesa de toreo a la jineta por su mayor clasismo y pureza, al punto que para torear suele lucir la lujosa indumentaria, «a la federica» por Federico de Prusia, que como norma usan los rejoneadores lusitanos, rememorando a los nobles caballeros del siglo dieciocho.

 

Así las cosas, Enrique padre e hijo, comparten ahora un nuevo sueño: trascender en el mundo del toreo a caballo, con un compromiso mayor a la vista en la próxima feria de Riobamba. Suerte para los dos.