Una catedral viniéndose a tierra, la luz de un crepúsculo en tintes sangrientos que se apaga, el último aleteo de un halcón herido. Es la muerte de un toro verdaderamente bravo que mueve a escribir metáforas. Es el misterio de la casta que nos deja con la boca entreabierta, intentando comprender qué resortes invisibles impiden la entrega vulgar de lo que sería echarse de inmediato ante el dolor inmenso de llevar el corazón partido por la espada. Encierro muy en el tipo de la casa. Ejemplares cárdenos con leña en el testuz, enmorrillados, muy hondos y fuertes de culata. Color de olivo en la faz de los diestros. Verdadera emoción del toreo. Guillermo Capetillo se difuminó con el de abrir plaza y El Pana ya había despertado a los fantasmas de su tauromaquia antigua, incluido el trincherazo que valió el boleto.

Era el tercero de una tarde torista con seis de Tenexac anunciados en los carteles. Federico Pizarro, que reapareció firme y decidido, lo lidió correctamente. A la hora de recoger tela, pinchazo en todo lo alto. Volvió a cuadrar, no le temblaba la mano, se fue tras la espada encajándola hasta las cintas. El coleta, con todo el derecho ganado a fuerza de valor, hizo el válido desplante. La muleta acopiada sobre el brazo izquierdo, la mano derecha alargando el dedo índice para señalar a la fiera. Lo que debía seguir eran unos cuantos pasos tambaleantes del cárdeno para rodar por la arena. Entonces, vino la demostración del misterioso milagro que es la bravura. El toro, empujado por su raza y sintiendo cerca a su matador, acometió herido de muerte; trance del que el torero salió ileso gracias a la agilidad de sus piernas y al toque de muleta que desvió la embestida. El de Tenexac insistió en otro asalto de su casta que corría a borbotones al igual que la sangre roja escurriéndole cuesta abajo a la pezuña. “Catlamatli” (Astro) agonizante seguido por la cuadrilla llegó hasta los medios. Los pasos discordantes, negándose a doblar, mientras los segundos transcurrían cargados de estoicismo, sostenido en pie ya sólo por el enorme orgullo de su casta. Volteó para echar un último vistazo a los de luces que iban tras él, peleando contra la muerte que se empeñaba en derribarlo, orgulloso y campeador se dirigió de nuevo al tercio. Con el último aliento lanzó un quejido y se desplomó encerrado en sí mismo, apagándose de golpe toda la roja erupción de ira.

La muerte tan digna del bravo toro hizo que lo acontecido el resto de la tarde pareciera ocioso. El toreo nos conmueve por su emoción estética, pero más por la emoción desgarrada cuando nos adentra en sus profundidades. Muchas veces hablamos de valor y de bravura sin entender bien a bien lo que traemos entre manos. Algunas tardes aparece un torero que con la grandeza de su gesta nos recuerda lo superficial de la palabrería. Otras, es un toro el que nos deja gravitando entre argumentos y silencios.