Informa desde México: José Antonio Luna Alarcón
Hay que ver lo que son los recuerdos y la vida. En el despacho de mi abuelo había trofeos ganados en competencias de tiro con rifles de alto poder, fusiles que también estaban allí, colocados en un armero. Había, además, libros, un jarrón que en vez de flores contenía banderillas de lujo forradas en tela y cuadros con fotografías. Las jaras no eran en dos tonos como se acostumbran ahora, sino de muchos colores: amarillo, obispo, grana, celeste, verde botella, listones que se trenzaban en torno a los palos y tenían un par de rosas del mismo material al centro. Nunca fueron usadas en el ruedo y conservaban los arpones clavados en corchos de botellas de vino.
No están ustedes para saberlo, pero les cuento, ya verán a dónde quiero llegar. Las fotografías eran remembranzas que mi abuelo mandó enmarcar y colgó en las paredes, las más, recibiendo los premios que, a lo largo de su existencia, se ganó por su buena puntería. Algunos cuadros tenían recortes de periódicos dando la noticia de que José Alarcón, así se llamaba él, había ganado algún campeonato en el campo de tiro. En otra instantánea aparecía saludando a María Félix que enarcaba la ceja sonriendo a mi ancestro. Había retratos de muchos otros personajes captados junto a él, Lázaro Cárdenas, Joselito Huerta, Alfredo Leal…
Ustedes se preguntarán: ¿y la nostalgia que se le ha metido al escritor, a nosotros qué nos importa?. Es que entre esa colección de recuerdos impresos en papel, había una fotografía que en estos últimos días he traído dando vueltas en la cabeza. La imagen fue captada en el patio de cuadrillas de El Toreo de Puebla. La lámina es en color sepia y muestra a un caballero, de estatura alta, vestido de corto, con zahonas y sombrero de ala ancha, las sonrisas, la de él y la de mi abuelo, son francas. El señor de la foto es Ángel Peralta.
La muerte del gran rejoneador a sus noventa y tres años, me ha hecho volar de regreso. Recuerdo que antes se daban pocas corridas de rejones, que los matadores de a caballo sólo lidiaban un toro y que éste siempre era el primero. Al mismo tiempo, gracias a esas memorias considero algunas otras cuestiones: no, no es que no me guste el rejoneo. Los que no me gustan son los rejoneadores contemporáneos que han echado del ruedo la preciosa doma vaquera, para cambiárnosla por actos de circo. Sólo falta el mago y la trapecista de leotardo revelador y escote generoso. No me gusta, tampoco, que los cornúpetas para rejones sean tan jóvenes, casi erales, y que se lidien con los cuernos hechos cisco, recortados hasta la mitad y con tachones.
El jinete de la Puebla del Río, era de esos caballeros en plaza que de verdad salían a jugársela. No lo vi actuar, o no me acuerdo, lo que sí tengo muy presente es lo que mi abuelo y mi padre me contaban acerca de él. Ellos me hablaban de las faenas de Ángel Peralta y de sus caballos casi mitológicos, “Favorito” y “Gavioto”. Por otra parte, está también, el corrido que narra –ignoro si es ficción o verdadero, pero me gusta creérmelo- lo que pasó una tarde de septiembre de 1965, en Alicante, cuando un cárdeno de Pablo Romero, de nombre “Colillero” mató a un bayo llamado el “As de Oros” que el caballista se llevó de aquí, de México.
El caso y la cosa es que el recuerdo del rejoneador, ganadero y escritor, que un día recibió la medalla de las Bellas Artes otorgada por el Ministerio de Cultura de las Españas, sirvió para echar a andar en sentido inverso. Cuando se muere un artista al que hemos admirado, aunque no lo hayamos conocido en persona, el mundo se empobrece, nos sentimos tristes y lo echamos de menos… Ángel Peralta se ha muerto y como escribió Antonio Machado de otro hombre de a caballo, me da por imaginarlo muy parecido al rejoneador. Aquí les dejo unos versos: “Buen don Guido, ya eres ido / y para siempre jamás… / Alguien dirá: ¿Qué dejaste? / Yo pregunto: ¿Qué llevaste / al mundo donde hoy estás? /  ¿Tu amor a los alamares / y a las sedas y a los oros, / y a la sangre de los toros / y al humo de los altares?.