Aunque el hombre se lo tomara muy en serio, en boca de la gente era un torero bufo. El Batata –que así se apodaba– era una pirámide de salero y buena zumba. Era la posguerra, cuando el hambruno año 40, y había que procurarse el potaje como fuera; aunque ello supusiera tener en el cuerpo a todo un cónclave de cardenales y no del Vaticano precisamente. Vivía el hombre en una chocilla de castañuela, en el ejido de Alcalá de los Gazules, sin más compañía que la de un cernícalo reviejo y un borrico todo una matadura, que lo mismo hacía las veces de caballo de pica, que cargaba arena o lo que fuera menester siempre con honra y buena disposición.
 
Cuando llegaba la feria caían algunas perras en el bolsillo, actuando en los espectáculos cómicos-taurinos; aunque él dijera tan pancho: “¡Qué más quisieran Belmonte y Joselito juntos ser como él!”
 
“Con picardía en la vida, también se hace el puchero”, era la filosofía recia del Batata, que no era un pícaro de los tiempos de Quevedo, no. Era más bien un tipo ingenioso que tenía que calentar la barriga, sin hacerle a nadie ninguna desaborición.
 
Así que, azuzado por la gazuza le dio pábulo, al caletre, e inventó una nueva suerte en el toreo cómico: la estatua verde. Con ramas de acebuche, hojas de coles y lechugas se forraban tanto él como su borrico. Y…¡al ruedo! Parecía una estatua ecuestre o borricuestre de Archimboldo, el singular pintor renacentista, que componía el retrato de personajes utilizando motivos frutales y vegetales. Batata solía acentuar su estatua verde, con una gran rama de naranjo o limonero con sus frutos que llevaba a guisa de estandarte. Era digno de ver. Se ponía la plaza de toros a reventar. Nadie se quería perder la gesta. El gentío se agolpaba en la vieja Plaza del Paseo de Mochales –de apropiado nombre, mochales significa loco– de Alcalá de los Gazules. Llegó el momento, en el centro del ruedo, con la proverbial quietud de don Tancredo (El Rey del Valor) aparecía la estatua con todo su verdor. No se movía ni una hoja. Menos mal que el viento de levante estaba echado. Por la boca del toril salió un torete bufando y con mucha fiereza. El ánimo suspendido en el público. Se paró por un momento la rechifla general. El animal dio varias vueltas al ruedo hasta que se fijó en aquel bulto en forma de árbol raro. Se fue acercando y acercando. Escalofrío en los cogotes y el corazón en un hilo de araña. Desenlace: el torete también acusó el signo malo de los tiempos –andaba escurrido de carne– y en un visto y no visto dio en zamparse con ansiedad el verdor de la estatua. Sin apercibirse el animalito que debajo de aquel tocante camuflaje había carne de pitón. Si se dio cuenta el torete, prefirió llenar antes el jergón que hacer la puñeta. De embestir o de cornear ya habrá tiempo otro día.
 
Aquella tarde, cuentan los viejos, sacaron en hombros al Batata y al borrico también. Era la primera vez –no había constancia de ello– que un pobre burro salía por la puerta grande.
 
Tanto al Batata como al borrico moruno le costaron muchos costalazos y más de una vez, volvieron a la choza con los huesos hecho una granada.
 
Cuesta mucho triunfar; aunque uno haga de don Tancredo con todo su estoicismo y vestido de hojas verdes ante un toro “esmayao”.