O en su defecto, imaginan que calarse un sombrero de corte australiano les da un lustre que además de un toque de glamour y casta, les permite ir marcando paquete a lo Indiana Jones  al mismo tiempo que les infunde la ciencia de un ganaderazo de prosapia. También suponen que son necesarios el par de puros, uno en la solapa y el otro humeante, encajado en la boca junto a la comisura de los labios. La bota rellena de algún menjurje para gaznates de  terroristas. Y lo más importante, presumen su docta opinión no en la voz baja del comentario íntimo para el, o los, acompañantes, sino en volumen alto con la sublime intención de iluminar a los vecinos que por la gracia de Dios se sentaron cerca. Opiniones dictadas con acento cañí, tono que por supuesto, les va como patada en los huevos. Sin embargo, sostener con los hechos que uno sabe de toros, es un poco más sutil y complicado.

 

Ahí tienen ustedes que estamos el domingo en la Plaza México. Uriel Moreno El Zapata viéndoselas con el primero de la tarde, un toro cárdeno oscuro, hondo, cuajado, muy cómodo de cornamenta, muy incómodo de estilo; el matador sobando al morito para torearlo en redondo y nada de nada. Todavía no pasaba lo de Leolpodo Casasola con “Jolgorio” el estupendo ejemplar de Rancho Seco, o sea, que el torero texcocano aún no rompía a pinchazos el boleto premiado con el gordo de la lotería; castaño aldinegro que nobleza y claridad y la vuelta al ruedo en el arrastre, dejó la sospecha de haber estado siempre por encima de su matador. Tampoco Guillermo Martínez abría el capote para enterarse que en el sorteo no había alcanzado ni reintegro, cuando El Zapata izó los estandartes y con mucho señorío que se pone a torear por la cara, castigando al morlaco. La lidia iba acrecentándose hasta terminar en siete u ocho doblones de oro tocando a pitón contrario. Unos pases soberbios, sobre todo los cambiados, es decir, los que iban por el cuerno izquierdo que fueron dignos de aparecer retratados en un manual de buen toreo. Una rodilla en tierra, el muletazo señorial tocando para someter y el paso adelante imponiéndose sobre el cornúpeta. Clara demostración de toreo de poder a poder, muestrario de valioso aprendizaje que cuando llega el momento de las complicaciones –y en el ruedo ese momento siempre llega- sirven, como fue el caso, para salir bien librado, porque careciendo de los conocimientos se corre el riesgo de irse con un ojal en la piel que te revuelcas de la risa, si no es que el coleta se guarda entre barreras pegando la traca.

 

Estábamos en eso de los doblones, cuando un hombre ya mayor, suéter negro de cuello alto y pelo blanco, brincó de su asiento para gritarle a El Zapata la loa del torero, torerazo. Al tiempo que un sabio igual al descrito en los primeros reglones, petardeaba muy ufano exigiendo toreo en redondo. Los dos gritos fueron simultáneos, por lo que los autores se miraron de reojo con recelo. Toreo serio, confirmó su exigencia el segundo. Mientras el viejo me lanzaba una mirada socarrona, como diciendo, ¿serio?, no jorobes, ese toreo es más serio que el problema educativo en nuestro país y volvió su mirada al ruedo para sumirse en su corrida, en su domingo, en sus silencios y en sus conocimientos certeros, sostenidos tan discreta y sencillamente.

 

 

 

 

 

Desde México, crónica de José Antonio Luna Alarcón