Pero no se asusten. No pienso coger un capote y ponerme delante de un burel, aunque sea una chota, aunque eso sería tal vez lo más sencillo. ¡Pero a mi edad! Sin embargo, vaya analizar toda la faena, con Vds. como cuadrilla. Y he pensado que, visto el desarrollo de las últimas temporadas, no podría hacer otra cosa mejor que un análisis de las dos horas que pasamos juntos en una Plaza en esas corridas tediosas, aburridísimas, a que nos tienen acostumbrados la actual y larga lista de matadores. Y hoy, para empezar, vaya erigirme nada menos que en cabeza de cartel, o sea, en director de lidia.

 

Porque, díganme: ¿Ven Vds. por algún lado tal dirección? Para nada. Ante todo, porque hoy no existe la tal lidia prácticamente. Sólo pases y más pases…únicamente de muleta, porque aún el capote no sirve ya ni para saludar la salida del astado. ¿Se han fijado en que el matador permanece ausente de cuanto se hace con el toro, hasta que no le corresponde actuar directamente? Aparte quitar al picador su fácil presa, si es que se decide a hacer su quite, poco más: capear de mala manera, y esperar que el del castoreño se canse de martirizar a las pobres reses, o séase, caballo y toro. Luego, sí. Pases y pases sin sucesión de continuidad, sin ángel, sin arte, y alargar la faena a ver si el respetable le aplaude más que a sus compañeros de terna, y si no, a buscar ese aplauso sin ton ni son, en lugar de hacerla toreando de verdad, que es como se debe conseguir el aplauso. Este estiramiento (ya lo comenté en otro de mis artículos) se lleva hasta límites inconcebibles, lo que hace que el aburrimiento cale hondo en los tendidos, y el aplauso, por ello, se vuelve inmerecido.

 

 

El director de lidia ha perdido la autoridad a la que estaban obligados obedecer todos los toreros, de a pie y a caballo. Ya no mantiene el buen orden en el ruedo, ni está atento a lo que en él ocurre, dirigiendo (que eso es ser director) el buen transcurrir de la lidia. No vamos a aludir ahora a la situación de la cabaña ganadera (ya se ha hablado de ello y volveremos a hablar en otra/s ocasión/es), aunque sí debemos convencemos de que la realidad es que ha desaparecido casi del todo esa figura dirigente porque los carteles se confeccionan de un modo casi monográfico, monocromático y monoeconómico (o sea, que uno es el que cobra y los otros que se las coman crudas, y a callar si quieres más oportunidades). Y los que pagamos, nos hemos olvidado de exigir la presencia activa del director. El cabeza de cartel permanece como aislado y ausente del ruedo (estudiando al toro, que se dice hoy día), como si la actuación de los compañeros no fuera con ellos. En el primer tercio, ese que antes servía para el lucimiento de un maestro con el capote, y hoy sólo se usa para dar cuatro trapazos desaliñados y con desgana, nadie (salvo en pocas y honrosas excepciones) actúan con diligencia y arte. Y si observamos con apasionada parcialidad el remate de las varas, ni quites competitivos ni repertorio desplegado; una chicuelina, una verónica y, si acaso, un lance de frente por detrás. Yeso si es que el matador decide desplegar el capote. Y el público pagano y aficionado, a esperar la lección ¿magistral? y ¿justa? del torero actuante. En banderillas, el espada al que corresponde colocarse en el centro del ruedo, parece más el fulero del cenit solar, por su pasividad y quietud. Y el otro, pegadito a tablas o apoyado en la contera del burladero y… a esperar turno con resignada impaciencia. Casi nunca va al lado del banderillero de turno (o sea, el muletero) para prestar su ayuda si fuera necesario.

 

 


 

Decía don Antonio Díaz Cañabate que el matador moderno no precisa ayuda alguna para entendérselas con el toro actual, al que no hay que reducir, sino sostener para que no se caiga. Desde luego, magistral ironía la de don Antonio, pero de ahí al alejamiento total de la reglada obligación, media un abismo. Y lo que en un principio vi como falta de compañerismo o desconocimiento de lo que es lidiar, colocación o incluso ignorancia (¿para qué sirve el doctorado?), hoy lo veo simplemente como un vicio establecido, como una costumbre impuesta.

 

Nadie pide a un director de orquesta que suene magistralmente un instrumento musical, lo que no sería despreciable; pero al menos, que dirija sabiamente a la orquesta, compuesta por otros maestros del pentagrama. ¿Es mucho pedir que el director de lidia actúe dirigiendo el desarrollo de ésta? Sería obvio pero, además… inútil.

 

 

 

Artículo de Luisa Moreno Fernández

                                                                                                                Bibliófila y Vicepresidenta del Rincón de los Artistas Cordobeses