Pero hasta el siglo XVIII no hace su aparición el torero profesional con el sambenito del hombre rústico, sin modales sociales y sin apenas rudimentos culturales. Quiso el destino que, en el último tercio de ese siglo XVIII, apareciera un triunvirato que revolucionó a la alta sociedad madrileña y dos duquesas, la de Alba y Osuna, dedicaron sus atenciones a Pedro Romero y Joaquín Rodríguez “Costillares” mientras que José Delgado “Pepe-Hillo” repartía sus favores entre las manolas y las artistas madrileñas. Antes, y siempre alrededor de la figura de Goya, hubo un primer torero de a pie con rostro y biografía, Antonio Ebassum “Martincho”, el eslabón necesario entre los caballeros alanceadores y los toreros de a pie, a los que don Francisco el de los toros retrató y  vistió de una forma muy peculiar. Hasta “Guerrita”, en los finales del XIX, para ser torero había que parecerlo. En ese siglo de pródigo alumbramiento de toreadores hay que recordar la emblemática figura de Francisco Montes “Paquiro” con su barroca montera, bien liado en el capte de paseo y con un puro caliqueño entre los dedos de su mano derecha. Nada nuevo bajo el sol. Pero llegó un italiano nacido en Elgoibar, Luis Mazzantini, don Luis, y vistió el chaqué impecable, impresionante como gobernador civil de Guadalajara y Ávila y se tocó con chistera de alta copa. Rafael Guerra “Guerrita”, sombrero ancho cordobés, traje corto y sentencias inapelables: “Hay gente pa to”.

 

Pero, pocos años después, ya en el siglo XX , llegó aquel al que, según el segundo Califa, había que verlo pronto porque le iba a matar un toro: Juan Belmonte. Fue un revolucionario en su estética artística y en su forma de vivir y de comportarse. Viajaba con una maleta llena de libros porque su afán de lectura era irrefrenable. Se relacionaba con los intelectuales y  le gastaba bromas a un amigo purista porque se había hecho un abrigo con trabilla en la espalda. Era la antítesis de su gran rival, “Joselito”, continuador de todas las tradiciones toreras, íntimo, concentrado en su profesión, traicionado por su cuñado Ignacio Sánchez Mejías en su relación amorosa con “Argentinita”, rechazado en sus pretensiones con la hija de Pablo Romero. Y los intelectuales divididos como la gran masa de aficionados. Cuando la pareja de toreros es tan dispar la rivalidad se multiplica. Ocurrió con el dúo “Lagartijo”-“Frascuelo” que ha sido en la historia del toreo el más longevo y visceral. A los lagartijistas le sentaban mal los tufos rizados y morenos de su oponente y los frascuelistas no comulgaban con las habilidades estoqueadoras de don Rafael. Mariano de Cavia “Sobaquillo” fue el pontífice del lagartijismo y el gran innovador de la crónica taurina. Coronó a su ídolo como el primer Califa del toreo y abrió la gran dinastía de los toreros cordobeses. Hasta hoy, después de  don Rafael Molina,  “Guerrita”, “Machaquito”, “Manolete” y, con polémica, “El Cordobés”.

 

 

Juan Belmonte cultiva sus inquietudes intelectuales y hace una vida de relación en la que mezcla sus tertulias de altura con la lectura y la asistencia al teatro y a otros espectáculos, exposiciones o veladas poéticas. Es antecedente inmediato de Ignacio Sánchez Mejías, que compra con “Argentinita” una importante biblioteca y que escribe y estrena alguna obra teatral. Su finca de Sevilla es lugar de reunión de escritores y artistas y, al final, García Lorca pone acentos poéticos universales a su muerte. Es indudable que todo gran torero necesita de su panegirista y bien que lo han cultivado familias toreras como los Bienvenida o los Ordóñez, en este caso con la figura internacional de don Ernesto Hemingway.

 

Feria de Ganado de Córdoba (mayo, 1925). Preside la tertulia Rafael Guerra “Guerrita” (archivo Berrocal).

 

 

La mayoría de los toreros siguieron las directrices belmontinas y, aunque siempre hay quienes muestran sus aires castizos, la verdad es que ahora la uniformidad es casi absoluta. Sin embargo, en estos momentos en los que todo se mezcla la gente se preocupa de destacar y dignificar la figura del torero. No otro objeto tiene que tener el que últimamente dos toreros han sido envestidos  de las galas de académicos, el primero por orden cronológico, Enrique Ponce que lo fue por la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, y el segundo, Curro Romero por la de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla. Y unas cuantas medallas de Bellas Artes que creo que debía de otorgarse a la quinta esencia del arte de torear que para mí será siempre Pepe Luis Vázquez. Importan los toreros, como cuando a “Manolete” le homenajearon poetas e intelectuales en el centenario Lhardy, donde iba Julio Camba todas las mañanas para que alguien le invitara a una taza de buen caldo. Cómo sería don Julio que vivía en una habitación del Hotel Palace y sin pagar. Gallego y de pluma bien afilada. ¿Y si lo echaban qué podía escribir? Igual que Curro Fetén. “No me temen por mis crónicas sino por lo que hablo en los salones de los hoteles”.

 

Los últimos que recuerdo vestidos de corto por la calle fueron “los niños de Villapecellín”, Murillo, Clavel y Molina, que se anunciaron en Madrid con una novillada de Isaías y Tulio Vázquez y abandonaron la calzona y al mentor que les había metido en aquel lío. Los trajes especiales de Luis Miguel en su última reaparición y diseñados a medias por Alberti y Picasso y la categoría del pequeño de los Dominguín que le puso texto a unas cuantas ilustraciones de don Pablo. Pero últimamente la sorpresa ha venido de la mano de José Antonio Morante de la Puebla. E n invierno se fue a México y acudió a los toros tocado con un canotier, sombrero de paja que no se veía en una plaza de toros desde los tiempos del Marqués de la Valdavía, presidente de la Diputación de Madrid. Luego apareció en un reportaje con un sombrero de media copa y con un bombín, patillas largas, pelo abundante, especie de coleta y tufos como “Frascuelo”, todos alardes estéticos como la ocurrencia de que le apoderara el gitano Paula, todo aceptable si luego llegas a Madrid y eres capaz de crear arte en la cara de un toro. Y lo fue. El 23 de mayo, con toros de Victoriano del Río y “El Juli” y Manzanares de compañeros. Lluvia a lo largo de la tarde y, fuera sombreros, el arte se hizo carne. Como su esporádico apoderado, Morante tiene percha literaria. Lo decía Bergamín de Paula y por eso le dedicó “La música callada”. Pero Morante tiene más técnica y valor que el de Jerez y el de Camas. Más largo. No hablo de arte. Me refiero al conjunto, al pellizco con capote y muleta, a su buena técnica con las banderillas y a su eficacia con la espada. Es u n torero necesario en unos tiempos en los que hay toreros de calidad y conocimiento: Enrique Ponce, “El Juli”, “El Cid”, Uceda Leal, Sebastián Castella, Curro Díaz, “El Fandi”, Perera … Muchos y buenos toreros. Pero ¿qué pasa con los toros? Me contaban el otro día que hay un ganadero que cuando tienta, si las tres primeras vacas no responden, la deja para otro día. Esta primavera madrileña ha venido muy alborota climatológicamente hablando. En Sevilla ocurrió algo parecido. Y ¿cómo fue hace cuatro años? El toro es un ser vivo que tiene sus más extrañas reacciones y depende de muchas circunstancias. Este año las circunstancias se repiten y los toros de las distintas ganaderías han acentuado sus malas condiciones, la sosería, las cortas embestidas, el no repetir, no entregarse ni humillar. Puede que todo ello se deba a la falta de casta. Buenas estampas, variadas pintas, bien puestos de testas pero sin alma. El alma la ponen los toreros.    

 

 

 

 

 

Benjamín Bentura Remacha

Fundador Revista Fiesta Española