Vueltas en la cama de un lado para el otro. Una sirena roja rasga el silencio y se aleja.

 

Los párpados apretados como si por cerrarlos con fuerza se pudiera conciliar el sueño.

 

El temor de ser el próximo lo sobresaltaba en el insomnio. Fueron cientos de noches, mientras la mujer y los hijos dormían, a él, en la soledad de la vigilia  sus preocupaciones aumentaban de tamaño, crecían los monstruos.

 

Corridas firmadas como un rosario. El coche de la cuadrilla, carreteras, cuartos en hoteles y plazas de toros. Si como decía la gente, el cartel de Pozoblanco estaba maldito, la siguiente visita de la muerte le correspondía a él. A sus compañeros, los toros los mataron por orden de alternativa. Ese pensamiento lo atosigó durante años.

 

Aquel fue un programa magnífico: Francisco Rivera Paquirri, José Cubero Yiyo, y Vicente Ruiz El Soro, para matar un encierro de la ganadería de Sayalero y Bandrés. Ahora estaba seguro, sí, fue un cartel maldito. El primero con el que se ensañó el destino fue con Paquirri. La escena la tenía grabada en la memoria y siempre se repetía en el insomnio. Cómo no, si fue  él, El Soro, uno de los primeros en llegar a asistir al hombre en desgracia cuando “Avispado” casi lo deposita nuevamente de pie después de traerlo colgado de sus pitones. En la oscuridad del cuarto y mirando al techo, lo recuerda como si hubiera sido ayer. Era el cierre de la temporada, un torito chico, negro y astifino. 26 de septiembre de 1984, Feria de Nuestra Señora de las Mercedes.  El diestro llevaba al  bicho hacia el caballo cuando éste se coló por debajo del capote. Aunque el matador hizo por aguantarlo, el derrote fue certero y empezó la tragedia.

 

Enganchado de la pierna Francisco Rivera era zarandeado una eternidad. Al otro día de la corrida, como casi todo el mundo, El Soro lo vio en la tele y las palabras de Paquirri se le grabaron en todos sus miedos:

 

Doctor, doctor, yo quiero hablar con usted y por favor me va a oír.

 

Acercamientos de cámara a la lesión, imágenes de una tarascada horrible que como un barranco se sumía en la piel. La voz seguía firme y serena:

 

La cornada es fuerte. Tiene al menos dos trayectorias. Una pa’ aca y otra pa’ allá.

 

Vida escapando a borbotones, la gente de bata blanca aturdida. Las últimas instrucciones del herido fueron enérgicas:

 

– Abra todo lo que tenga que abrir, me quedo en sus manos. Uste tranquilo doctor.

 

El reportaje televisivo siguió y narraba el final de la historia: un viaje a Córdoba, el infortunio, la familia y los amores del torero muerto. Al Soro, las imágenes se le quedaron cinceladas en la memoria. Lo que más le condolió fueron los aplausos inútiles de la multitud a un ataúd paseado a hombros.

 

Un año después, una coincidencia –cosa común en el toreo- llevó al Yiyo a Colmenar Viejo. Allá fue a dos cosas: a suplir al Curro Romero y a que lo matara un toro. “Burlero” de la casa de Marcos Núñez le partió en dos el corazón. José Cubero, no tuvo oportunidad de decir palabras ante la impudicia de la cámara, porque casi estaba muerto cuando el animal también lo devolvió de pie, luego de haberle traspasado el pecho de una cornada. Esto a El Soro le sorprendía, los dos compañeros del cartel de Pozoblanco, primero padecieron los arrebatos de una furia indomable sacudida a derrotes y al final del trance, cayeron de pie en la arena, para rodar desfallecientes.

 

La desgracia cebada en los integrantes de la mítica tarde del 26 de septiembre, continúo con el asesinato del ganadero Juan Luis Bandrés a manos de un antiguo empleado. Sólo faltaba él, Vicente Ruiz El Soro. Siempre supo que hay juegos que no pueden mantenerse impunemente, ignorando las consecuencias y el precio por pagar, y lo del toro es jugar con la muerte. Por ello, era natural el miedo que a oleadas le llegaba en la deriva del insomnio. La gente lo oía contar sus aprensiones, fácil comprenderlo, faltaba él. Sólo otro superviviente, su compadre Luis Miguel Dominguín, el tercer alternante de la tarde cuando la muerte de Manolete, lo consolaba persuasivo, insolente, práctico: “A ti no te va a pasar nada, siempre tiene que quedar uno para contarlo”.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México