Es cierto, no hubo nada artístico en sus faenas. Su manera de irse de la cara del toro, rayaba en lo grotesco. El vientre abultado, la prótesis de la pierna que le hacía moverse pegando saltitos, la falta de agilidad, eran muchos factores en contra como para que luciera estético. Sin embargo, paró con mucha soltura a sus toros, se adornó en quites, puso banderillas con la gracia, el coraje y la verdad, que no tienen muchos matadores que cuentan con todas sus facultades y al final, se tiró a matar por derecho. Lo suyo no fue una cátedra de toreo artístico, pero sí, de sentido de vida. El toque de cuadrillas fue como un augurio: ¡A callar!, que el Maestro Soro va a dar una lección de entereza, de fe y de casta.

Lo de que todos los seres humanos deberían trascenderse y que lo trascendente está asociado a lo inmortal y a lo esencial, lo dijo desde aquel día en que le revelaron que tenía la rodilla destrozada y que no sólo no volvería a torear, sino que quizá, nunca más caminaría. Él respondió con voz firme que sí, que torearía. Para eso había venido a la vida, a trascender que, a fin de cuentas, es sobresalir a pesar de las adversidades. Él volvería a alcanzar, de una forma u de otra, algo que ya estaba fuera de los límites que le imponía su cuerpo roto.

Sobre el tema de que cada persona es única y que tiene un valor irrepetible, independientemente de sus condiciones intelectuales o como en este caso físicas, disertó con el capote y con un toro de más de quinientos kilos que le embestía. La vida, que premia a los audaces, le deparó un “juanpedro” suave y noble que le permitió expresar su toreo. La prueba de sus posibilidades físicas la dio banderilleando al clavar el par “del molinillo”. Haciendo grandes esfuerzos, toreó de muleta y estuvo muy digno. El segundo tuvo su picor y le exigió mucho más. Era el toro adecuado para señalar la hazaña de manera manifiesta. A la hora de tirarse a matar le quitó los pies del suelo, pero el viejo maestro se levantó sin mirarse la ropa.

Creo que fue Einsten el que -palabras más, palabras menos- dijo aquello de que hay una fuerza motriz más potente que el vapor, la electricidad y la energía atómica y que esa fuerza es la voluntad. Por otra parte, en cualquier acción humana externa o interna está implicada la corporalidad. Es decir, que una de las características de la dimensión antropológica del cuerpo son las capacidades y las habilidades físicas. Uniendo voluntad y un cuerpo diezmado, Vicente Ruiz acometió la gran gesta de Valencia. Gracias a esa voluntad de acero logró conservar un vestigio de la libertad espiritual en medio de las terribles circunstancias de tensión psíquica y física que vivió durante más de veinte años y de decenas de intervenciones quirúrgicas.

Lo que Vicente Ruiz El Soro dejó en claro durante su actuación en la feria de Valencia fue que más allá de cualquier resultado artístico y de cualquier tauromaquia, está el hombre al que la vida o el destino pueden arrebatarle todo, excepto la última de las libertades humanas, la de la elección personal ante un conjunto de circunstancias para decidir su propio camino.

El Soro que siempre ha sido muy entero en sus sufrimientos, nunca se sometió a las fuerzas que amenazaron con arrebatarle su yo más íntimo, el de la libertad interna que determinó si iba a ser un juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para dejarse moldear hasta convertirse en uno más, o iba a salir adelante desplegando banderas.

No fue estético, es lógico, pero sí muy digno. Nos dejó en claro que nadie puede redimir al hombre de su sufrimiento, ni sufrir en su lugar y que la única oportunidad reside en la actitud que adopte cada quien al soportar su carga. El Soro en la tarde de Valencia, una vez más, nos recordó lo que ya teníamos olvidado: Que sí, que es verdad, el toreo es grandeza.

Entonces, en el ruedo apareció uno que le dicen Soro. Un sobreviviente del cartel de Pozoblanco y padre de una filosofía de vida. Plantó su bandera en los medios y arrastrando la pierna lisiada, con sus kilos de más y sus facultades de menos, atacó furioso, se hizo del toro y cuajó la faena. No parecía un torero, sino el soldado de un tercio al que sólo le faltaba gritar el ¡cierra España!. O tal vez, sí lo rugió, pero él estaba muy solo en el ruedo y nosotros, demasiado lejos para escucharlo.

 

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México