Fue en una conferencia al estar hablando de la historia de la ciencia, y me dio gastritis: “El hombre siente pasión por la verdad”. Lo dijo la doctora María Ángeles Vitoria, que es una humanista de primera. Claro que ella hablaba de la preocupación del ser humano por el desarrollo del conocimiento, y lo que yo imaginé con mi natural propensión a divagar, fue el ambiente del toreo. No, aquí, en esta porqueriza que llamamos el planeta de los toros, por lo que se vive una verdadera pasión es por el engaño.

Lo que nosotros los taurinos construimos a diario es la mentira, la edificamos con los hechos, la reforzamos con argumentos, la defendemos en los medios y luego, la disfrutamos felices y campantes. Vamos a ejemplificarlo, un empresario anuncia una corrida de seis arrogante seis toros. En su tarjeta de presentación manda poner Rafael Engañifas, empresario de toros. Aunque de antemano sabe que en su vida ha comprado una corrida con la edad, pero él interpreta su papel como lo haría Sean Connery  y deja correr la película. Mientras tanto, todos siguen el juego. Los toreros se arriesgan en lidias deslumbrantes ante becerros afeitados. Ponen en el rostro una expresión de arrojo como si estuvieran frente a un Cuadri de cinco años. La impudicia es general y de división. Son verdaderos tremendistas, no le temen a las evidencias y se dejan retratar para las páginas electrónicas. Ahí queda la fotografía del increíble desplante que corrobora al mundo el triunfo apoteósico que titula la crónica. De rodillas, el diestro, ofrece la espalda a los incipientes pitones, las manos aferradas a la parte abierta de la casaca, voltea la cara para espiar al novillín que mira con asombro la estulticia del que le está pegando la paliza. Olé tu torería, pasmo y tu singular cinismo. A su vez, el ganadero pone en los jóvenes de la ganadería el prestigio de la casa y cuando mira los pitones manipulados, voltea hacia otra parte. En lo que corresponde a nosotros los espectadores, coreamos oles, ovacionamos fraudes, somos lo mejor de la comparsa.

La crisis de la verdad es la enfermedad crónica y hereditaria de los mexicanos y lo peor para nosotros, el mal se agudiza en los que nos decimos aficionados a los toros. No somos más falsos porque no somos más grandes. Sin que quepa duda alguna. La prueba está en que en cuanto se presenta la ocasión nos sumergimos en la mentira sin reservas. Todos. Unos activamente y otros con pasividad conformista. Unos por una ratería compacta y rotunda, y otros por quedarse callados, aguantando con mueca borreguil, tragando con la mansedumbre de un toro de lidia contemporáneo. Bueno, no todos ya lo saben, de esta aseveración se salvan mis ganaderías predilectas. Nos hemos vuelto tan sofisticados que hemos hecho del toro bravo no un colaborador, sino un cómplice. Hemos adoptado la mentira como forma de mimetizarnos con estafadores que pueblan el paisaje. Nos hemos acostumbrado a ser masa fácilmente moldeable, masa que llena los tendidos, masa que aplaude desvergüenzas, que paga el servicio de telefonía más caro del mundo, que traga noticias incompletas y deformadas, masa a la que cada mes le incrementan el precio a su propia gasolina, que compra una casa y paga la hipoteca por los siglos de los siglos, que ve el fútbol y hace la ola, que anima comparsas, que consume en irracionales ventas nocturnas.

Así, como masa, nos acercamos venerantes a una tradición que se fragua en dogmas centenarios. Decimos recreándonos en la suerte cosas como: la verdad del toreo, jugarse la vida, la línea del arte y lo hacemos dándole categoría de sublime a lo que en su aspecto más amplio es una conspiración contra la dignidad del espectador y una conjura contra la verdad, de puta madre.

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México