De un hilo. La vida de los toreros muy a menudo pende de un hilo. A ese hilo le llamamos milagro y advertimos que es lo único que los separa de la muerte. Los milagros se dan en la arena cada tarde. Son tan comunes que no los percibimos como tales: un pitón que resbala por la tela del vestido a todo lo largo de la pierna y que nunca encarna, terminando el contratiempo únicamente en un traje roto. O tan discretos que se nos escapan: El toro que en el último segundo elige tirar el derrote a la gorra de un arenero y no al cuerpo del hombre caído frente a él y que ya sólo espera el desenlace fatal. Pero a veces también se dan milagros constatables, evidentes en sí mismos y que uno sólo puede atribuir el desenlace afortunado a la misericordia divina. “Me echó un capote la Virgen”, dicen los toreros al suceder algo circunstancial e inexplicable que les ha salvado la vida cuando se sabían condenados. Quizá por ello, son tan religiosos y musitan tantas oraciones, como los marinos que ante la tormenta se dieron por perdidos y decidieron hacer una oración a la Virgen del Perpetuo Socorro y la libraron de milagro.

 

Estamos en la plaza de las Ventas. El novillo de don Javier Molina obedece una y otra vez al trapo rojo que le presenta Sergio Flores.

 

Finalizando cada derechazo el cornúpeta tira derrotes rebrincando, aunque durante la trayectoria del muletazo pasa franco. El joven espada despide y se aleja pronto para reponer distancia, recompone su avío y vuelve a citar con el trapo bien cuadrado. Podríamos decir que a base de templarlo, poco a poco, lo va metiendo en vereda. Sin embargo, un muletazo más y la fiera que -ahora lo sabemos-  estaba dando coba, a medio pase lo sorprende asestando el tornillazo y caza al novillero para arrollarlo y llevárselo por delante. Con el muchacho caído, el utrero como un espadachín tira derrotes a diestra y siniestra acertando dos veces en la pierna derecha, otra en el escroto y las más grave, una cornada de quince centímetros de longitud en la base del cuello.

 

Y es ahí donde acontece el milagro. El pitón ha rozado sin lesionar la carótida, la yugular y la tráquea del novillero. Es la vida que una vez más se salva por un hilo. Un milímetro de diferencia en la trayectoria habría bastado para que otro, muy trágico, hubiera sido el final de la historia. Después, cuando los de la cuadrilla llegan al quite, el novillo decide dejar a su presa y corretear tras un capote, milagro de los discretos, porque el animal no se queda en una de sus querencias naturales que sería junto al ser que ha herido, sino que se aleja. Entre varios levantan al joven matador y se lo llevan rápido a la enfermería. El público, tras el grito unánime de espanto, intuyen la magnitud de la desgracia. Los de las primeras barreras, aterrorizados, han visto crecer la mancha de sangre en el cuello de la camisa y lo comunican a los otros. La plaza entera sabe que lo acontecido al chico es muy serio. Luego, mediante los noticiarios, se congratularan de la buena noticia, la de que un capote divino merced a un milagro, le ha restado mucha gravedad al percance.

 

A pesar de que los toreros no siempre lo admitan, entre las muchas razones por las que se acercan al ruedo, la vocación, el arte, la posibilidad de hacer rápidamente mucho dinero, el placer de saber que han sometido a un toro, puede que también esté la de aceptar que la vida pende de un hilo. Cosa que todos sabemos aunque nos cueste admitirlo. Un resbalón en la tina, una arteria que se tapa, alguien distraído que no respeta la luz roja y zas, te quedas tieso para siempre. En el toreo casi nada es irreflexiva osadía y siempre existe la conciencia clara de la posibilidad de perder la vida en cualquier momento, pero también de salvarla mediante un milagro. Esos que durante la existencia a todos nos salen al paso a cada rato, y que duros de corazón y de inteligencia, pocas veces reconocemos.

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México