Del toril salió abanto al igual que todos los de su encaste, porque es un Saltillo proveniente de Tenexac, casa que cuida con esmero la pureza de la sangre y lucha por hacer raza. En virtud de ello, los cuatro hermanos que lo han precedido tenían una estampa similar y preciosa. Los hocicos chatos, las cabezas pequeñas, astifinos de encornadura, rabos tocando el suelo, la culata fuerte y hondos de caja. “Azumatli”, que así se llama éste, da unos pasos tambaleantes. Se niega a doblar trayendo al caso asuntos como vender cara la vida, mantener el honor y responder con tesón a la casta que corre por sus venas.

Para los que vamos a la plaza, las corridas son un hecho plástico de gran belleza, pero este cárdeno, al negarse a doblar  en la mortaja de arena, nos está brindando lecciones de cómo morir dignamente. No se da por vencido ni se derrumba aunque ya no tiene esperanzas. Camina con movimientos descoordinados y se queda quieto. Sus ojos tienen un velo de asombro y de tristeza, lleva la cruz cuajada de banderillas y una estocada mortal entre ellas. Todo el cuerpo le tiembla adolorido. La cuadrilla expectante le rodea y él se mantiene en pie dejando en claro que siempre se pueden ganar batallas perdidas de antemano.

Estamos en la monumental de Apizaco, en total se lidiarán 7 Tenexac 7. En los papeles cuelgan los nombres de Jaime Ruíz, Oliver Godoy y Alejandro López. Eduardo García ha actuado en una única intervención matando al que abrió plaza. “Azumatli” en turno, nos recuerda que no hay quinto malo. La crónica de su comparecencia es intachable. En los lances de recibo se comía el capote poniendo en aprietos a Jaime Ruiz. Al caballo se arrancó por derecho metiendo la cabeza bajo el estribo; dio una pelea gallarda en la que empujaba con los riñones y movía el rabo alegremente. Luego, a los cites en banderillas acudió pronto. En la muleta nos hizo saber que adentro traía tres voluntades: la de repetir, la de humillar y la de no tirar un solo derrote a mansalva. A cada toque respondió arrancándose obediente y con fuerza. El morro rozaba la arena y cuando era bien embarcado, hacía el avioncito yéndose largo. Siempre fijo y siempre claro. Sin embargo, fue tras el estoconazo cuando el reloj se detuvo en un crepúsculo ensangrentado y el joven toro corazón de cantera no quería desplomarse. Entonces, lo esperamos con una ovación circular reconociendo su agonía cargada de tan hondo vitalismo. Por fin, como si llevara a cuestas un cansancio milenario, un hartazgo de impotencia, se echó apagando su mirada noble. El arrastre lento era poca cosa y yo, con un nudo en la garganta, en su honor musitaba palabras que le robé a Almafuerte: “No te des por vencido, ni aún vencido…”