Morirá algún día, eso sin duda, pero en Cataluña, como los pavos, se murió la víspera. Tal vez por ello, Morante a su última comparecencia en la ciudad de los condes, fue vestido de luto y azabache. Es verdad, está condenado a muerte. El toreo no tiene escapatoria. Tampoco argumentos que sustenten su supervivencia. Sólo los que hemos sido seducidos por sus destellos entrañables, captamos toda su intensidad y lo justificamos aún reconociendo que es cruel, obsoleto y melancólico. Tan cruel como otras muchas prácticas bien vistas o por lo menos, toleradas y que no voy a enumerar. Tan obsoleto como sólo puede ser la vocación de un hombre que vestido con medias rosas y un traje principesco juega en solitario a atrevimientos y armonías insensatas, y tan melancólico como es un arte que ha pactado con la muerte para mantenerse vivo.

 

Por última vez sonaron los clarines en la plaza Monumental de Barcelona. La decisión del parlamento catalán es embustera y burda, pero muy efectiva en un mundo cada vez más asustadizo y tonto. El cuento del animalismo sirve para zanjar viejas rencillas separatistas. Por otro lado, pretendiendo quitar lo sañudo de la existencia, nos hemos vendado los ojos. Lo de los toros, con toda su belleza, atrocidad y verdad de vida, pasará a la historia como se fueron al carajo muchas otras cosas. Si a Cri Cri, el Grillo Cantor, se le acusó de machista y a los cuentos de Perroult, de los hermanos Grimm y los de Hans Christian Andersen, relatos que siendo tan bellos y cargados de sentido, necesarios para comprender que en la existencia se sufre y se llora, hoy en día, prudentes especialistas en paidología les recortan renglones con objeto de hacerlos más amables a los niños, qué se puede esperar en una tradición en la que la sangre que corre es verdadera.

 

No, no tiene escapatoria y sólo es cuestión de tiempo, ojalá, de mucho tiempo. Será una pérdida más en aras de lo pragmático. Así, cuando otros parlamentos y las diputaciones de más ciudades -al caso el del estado de Coahuila en México- irreverentes y arcaicos, incultos y políticamente correctos, voten la prohibición, vendrá el último torero a dar la última estocada, entonces, en los pastizales mugirán los toros y una enorme tristeza invadirá el campo bravo. Ya nunca más brillará la sangre al sol, y sin haber provocado el más mínimo sufrimiento a la manada, eso dicen, se sacrificarán en fila. Un río rojo se empezará a podrir en las cañerías que corren bajo los lúgubres pasillos de los rastros. Las ganaderías, refugio y fortaleza de la tradición, ya sin ningún sentido pasarán a ser otra cosa y si tenemos la suerte y el coraje para verlos en algún zoológico, nos encontremos unas vacas y sus becerros tristes y anquilosados cuando en esta carrera de despropósitos, buscando el bienestar de una especie la hayamos erradicado.

 

Como una carta antigua vuelta a leer, como la fotografía amarillenta de un ser amado encontrada en el fondo de un baúl, me duele la imagen de los aficionados que cabizbajos y ya nostálgicos, recogen arena del ruedo de la Monumental. Es cierto. Las corridas de toros no sirven para nada. Excepto tal vez, que son un recordatorio de los tiempos en que existían los ritos y los héroes. Ceremonias a la belleza que se puede crear con los roces de luces y las sombras y semidioses capaces de jugarse el pellejo sin más. Una vaga idea, en los tiempos eficaces, inconcusos y desnatados que nos han tocado en suerte, con nuestras pólizas de seguro en las manos, para hacernos conscientes de que la vida, ese sueño intenso, se puede escapar en unos instantes por una herida que arroja un chorrito carmesí.

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México