Es bueno echar un vistazo y comprobar que hay gente a la que por defender lo auténtico, se le ocurren cosas muy interesantes. El pasado viernes un grupo de taurinos de los buenos e inteligentes -cabe la aclaración, para diferenciarlos de los malos y bestias- realizaron un evento al que llamaron El campo en la plaza. Una jornada de faenas camperas, pero realizadas en el coso con el fin de que los aficionados pudieran conocer más acerca de la crianza del toro bravo.

A la manera como se hace en las haciendas, se herraron a fuego tres becerros. Los espectadores pudimos disfrutar de la actividad más añeja de la ganadería brava. Esa que le encantaba a Hemingway y de la que dijo -cito de memoria- que si las virtudes tuvieran olores, el valor olería a cuero quemado. El hierro candente no sólo señala la propiedad de un animal, sino que además, a donde vaya, indicará su procedencia y con ello, queda a la vista el prestigio de la casa. A su vez, se tentaron algunas eralas. El público neófito se enteró que ello implica probar y calificar la bravura, fuerza y estilo. También, el novillero Sebastián Palomo, al que por los costados le rebosa el buen oficio, de luces, lidió a muerte a un joven ejemplar. Y finalmente, un toro -uno de verdad, uno de esos con mucha plaza- fue lidiado por el matador José Luis Angelino. Todo el ganado perteneció al ya legendario hierro de De Haro.

Organizado por la Asociación de Criadores de Toros de Lidia y por el Instituto Tlaxcalteca de Desarrollo Taurino y bajo el lema: “Mientras más conoces, más disfrutas”, se llevó a cabo este magnífico afán por dignificar la Fiesta de Toros. La intención fue que los aficionados, al merendar lo del toreo de manera integral, prosperen en su saber y, por tanto, se conviertan en aficionados más competentes. Además, brindó los beneficios colaterales resultantes de todo conocimiento que busca el bien, la verdad y la belleza.

La plaza de toros Ranchero Aguilar lució esplendida en la noche apacible. Los actos del programa se sucedieron uno a uno. Entonces, llegó la culminación. Por la puerta de toriles apareció el imponente cárdeno. La reacción de los allí presentes fue conmovedora. Un ejemplar con todo el cuajo que debe tener un toro, galopando majestuoso y con el trapío de los guapos -la estampa era primorosa y muy entipada en lo de De Haro- que nos hizo romper en una larga ovación aprobatoria y de nostalgia, porque reconocimos al toro verdadero y que nos cambiaron por bichitos. Las palmas fueron un dejar en claro que no renunciamos a la edad, ni al peso, ni al trapío que debe primar cada tarde de corrida de toros.

La Fiesta en México es ombliguera y caricaturesca. Ha sido envilecida por un sinnúmero de fantoches y aprovechados, que sacan raja sin ofrecer lo que es debido. El espectáculo del toreo se ha convertido en el espectáculo de la sórdida condición humana, la de empresarios hampones, la de los ganaderos deshonestos y la de toreros timoratos que gustan de vestirse de luces, pero no pagar el precio por ello. Aquí, la llamada Fiesta del Valor, es un despropósito y un absurdo en la que casi todo el mundo se pasa el reglamento por el forro. Si observamos el escenario, la mayoría de los festejos anunciados como corridas de toros, lo son de novillos engordados y, a veces, hasta de becerros. Arreglados los pitones, toros costaleados en los chiqueros, sedados, laxados, deshidratados y luego, en el ruedo, tremendamente quebrantados en la suerte de varas, claman por que lo nuestro, más bien, se llame la Fiesta de Bellacos. A muchos espadas habría que llevarlos a hombros, pero a la cárcel.

El viernes por la noche, los espectadores que nunca lo habían visto, respetuosos fueron a aprender y los que sí, a renovar sus votos. Por decir algo, durante el herradero aplaudieron cada intervención atinada de caporales, torerillos y vaqueros. Luego, al transcurrir la tienta, contuvieron los oles guardando un silencio venerante. Paladearon ilusionados el toreo fino y artista de Palomo y reconocieron al toro, al magnífico, al que debería salir siempre.

Los verdaderos aficionados son personajes de ternura que sueñan y tienen fe, que buscan afanosamente una corrida de verdad, una conferencia, una película, un libro que les ayude a hacer camino. Gente que le guarda una lealtad inquebrantable a lo que eligieron como pasión. Seres convencidos de que en el alma llevan su localidad del tendido siete. Mujeres que emocionadas gritan olé cada vez que sospechan un pase hermoso. Niños que discurren seriamente la tremenda posibilidad de convertirse en toreros de verdad, porque ya lo son con su espada y su muleta de juguete. Anónimos asiduos al tendido capaces de empeñar el colchón por una entrada. Toreros dispuestos a jugarse con autenticidad  las femorales. Ganaderos muy dignos que velan con fervor, aunque otros se vendan en el mercado. Todos ellos, individuos que no claudican pese a tanto engaño y a tanta mierda.

La noche tibia, los hierros en la hoguera, el arrojo de los torerillos, la pericia de los caporales, las vaquitas celosas de su casta, el duende de Palomo, la arrogancia solemne del toro y la disposición de los presentes, al que esto firma lo han reconciliado con la fiesta, también con la vida y si mucho me apuran, hasta con el género humano.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México