A la centuria pasada la llamaron el Siglo del Desencanto y al hilo -parece que pretendemos el doblete- ya hemos acumulado catorce años de lo mismo. Saltando de una institución a otra, de un hombre a otro, el desengaño ha llegado incluso a ese bastión de nobles emociones que es la Feria de San Isidro. La del 2014 será recordada, precisamente, como la feria del desencanto. Es que Las Ventas también ha abdicado y ya no es la soberana defensora de la verdad, aunque siempre haya sido de la verdad a medias. No, ya no. Ahora, la plaza más importante del mundo se ha convertido en una hembra complaciente, generosa y muy aplaudidora, que está muy lejos de las intransigencias y las durezas de otras épocas. Hoy, que la última quimera es la corrida de Miura y que atrás ha quedado el resto, el balance se carga del lado de lo decepcionante. En este San Isidro se esfumó la admiración por algunos toreros y la fe puesta en algunas ganaderías.

Del desengaño al chasco y de ahí, a la desolación. El recuento de las cosas buenas tiene un gran déficit en comparación con los desencantos. Las ilusiones se dispararon al alza cuando vimos embestir a la corrida de Parladé. Si así está esta, como irán a salir las otras, nos dijimos. Esa tarde, con un muy bravo toro, que se revolvía como un rayo y humillaba haciendo el avioncito, los impedimentos del Cid quedaron en evidencia. Aquel “juanpedro” le tiró la feria al diestro de Salteras. Después, a las posibilidades de Talavante no les alcanzaron seis toros para convertirlo en figura. Ni el par de montalvos ni de frailes ni de alcurrucenes, todos de turrón, le sirvieron para levantar los estandartes. Se dio de frente con su nivel de incompetencia. Por lo demás, escolares, cuadris, ibanes y adolfos, quedaron a deber riadas de casta y de bravura. El desencanto morantesco nos deja en claro lo que era una sospecha: que se ha divorciado de las musas y se ha peleado con los duendes. Por su parte, la única oreja que tocó Manazanares fue la del público a la hora en que pretendió vérsela. El Juli, aunque repartió quesito y otros derivados lácteos, no alcanzó para salir por la puerta grande. En este serial, como nunca, ha quedado en claro que la engañifa del “julipie”, que más que matar como un cañón, aniquila como un misil, o sea, con los ojos tapados por la muleta y el torero saltando de lado, el toro no sabe ni por donde le va a caer la muerte. A su vez, Fandiño embajador del país del “sí, pero no”, refrendo sus credenciales.

Por su parte, el público, ahora de caramelo, también fue un desencanto. Los, ayer muy exigentes, en esta ocasión se comportaron de manera por demás blanda. De muy buen talante tragaron toritos cornicortos, novillos adelantados, multipuyazos a mansalva, mapaches como los que despachó Pedrito El Capea. Los asistentes -no todos, claro, siempre hay justos en Sodoma- pusieron en oferta las orejas y también, las salidas por la puerta grande. Perera y Luque, aprovecharon muy bien las gangas. Este último, cortó su orejita a pesar de un pinchazo y de una estocada contraria y de marea roja. En cambio, en la corrida de Victorino, la mayoría no supo apreciar la dignísima faena de poder a poder, que el gran Antonio Ferrera con dos cojones y cara de hombre doblándose y castigando, impuso al morlaco. A cambio de esa hazaña, ya no quieran ustedes que hubiera sido pasada por alto con un silencio ignorante, mucho peor, junto con sus compañeros, lo despidieron a cojinazos. Para decirlo de manera decente, el siete, ya no es el siete.

Las corridas de toros simbolizan la profunda grandeza de la lucha entre la vida y la muerte. La belleza estética de una faena, la lealtad como condición ineludible del enfrentamiento entre la razón y el instinto, y la obsesionante para algunos, verdad del toreo, son absolutos en un mundo contemporáneo en el que impera lo relativo y lo trivial. Esto no debe cambiar y está cambiando. Es por ello el desencanto. El día en que la plaza de Madrid haya sido totalmente doblegada por las mafias taurinas, los golfos de todas las pintas y por la ignorancia de los espectadores, habremos perdido el último bastión de la utopía. La corrida en el esplendor de su verdad y en el ejercicio fiel de su liturgia, es un ideal a conseguir, aunque, anticipadamente sepamos que es irrealizable. Anacrónicas y quijotescas, las verdaderas corridas de toros son un rayo luminoso en el encapotado cielo de la decadencia moral de nuestro tiempo. Por eso, lo que hicieron con Uceda, Ferrera y Aguilar, es el fondo del desencanto, o sea, no tuvo madre. 

 

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México