Este gesto de apoyo del escritor a la Fiesta de toros es tan trascendente, personal y comprometido,  como lo fue su rotundo artículo titulado La última corrida, que publicó en la columna Piedra de Toque que aparece en el diario El País. En ella, el novelista hace una defensa sentida y elocuente del toreo. De manera simbólica la montera en manos del flamante Premio Nobel de Literatura ha dado la vuelta al ruedo del instituto sueco, como tantas veces la dio en el albero de la Real Maestranza de Caballería, cuando el Curro inspirado provocaba los delirios del público hispalense. 

Asimismo, una vez más la literatura y los toros se dan la mano. El asunto tiene hondura y sabor, porque la montera de Francisco Romero está impregnada de los silencios sevillanos. Y decir eso, es hablar de la parte más honda y maravillosa del rito, la del momento en que los asistentes a la plaza del Baratillo hacen un mutismo expectante, tan magnífico y reverencial, que las pisadas del toro resuenan en la arena y se escucha el golpeteo de los palos cuando el morrillo cuajado de banderillas se agita en la arrancada. A su vez, esa montera lleva entre las moritas el recuerdo de la verónica y cuarto, lance inacabable tantas veces largado por el coleta y que canta Joaquín Sabina en su inmensa canción Más de cien mentiras, al hacer un recuento de las cosas que poseemos “para no cortarnos de un tajo las venas”. Y el cantautor no los nombra pero se intuyen, los trincherazos, y los naturales de belleza suprema que el torero daba en las ferias de abril en faenas que detuvieron los relojes de los gitanos. Esa birreta cañí tiene, también, el aroma del ramito de romero que los aficionados se prendían en la solapa, las tardes en que con la fe ciega de los romeros –nunca mejor dicho- presentían que los duendes iban a asistir al Faraón y en el bolsillo junto a los habanos, guardaban como entradas al paraíso los billetes de la corrida. De igual forma, es seguro que la montera del Curro lleve en los forros a la Señora de la Macarena y al Cachorro, o tal vez, a otras vírgenes y cristos andaluces, es decir, que guarda en sus entretelas la devoción cargada de electricidad de un pueblo que la noche del Jueves Santo, al paso de las cofradías, se desgarra en saetas olorosas a jazmines y a azahares.

A la Sala de Conciertos de Estocolmo fue el escribidor cumbre vestido de frac azabache. Le acompañaba el presentimiento de fantasmas escapados de renglones espléndidos, personajes complejos, humanos y conmovedores. Le entregaron el Premio y se marchó despacio, muy erguido, tan torero. El andar garboso y en la mano, la montera de otro artista supremo, de ese que ha sido orilla y marbete del toreo.