Pero no. Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, solidaridad significa textualmente adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros. El caso y la cosa, es que muchos fueron solidarios con Enrique Espinosa El Cuate y esa fue la primera emoción del festival a su beneficio.

 

Llama el clarín a cuadrillas y aparece el alguacil seguido de un joven transportado en una silla de ruedas. Es el paseíllo más descompuesto y emotivo del mundo. Los matadores no se forman sino que caminan en grupo tras las huellas paralelas que deja el vehículo del convaleciente. Inmediata vuelta al ruedo. El diestro que estuvo a un pelo de morir sobre esta misma arena, lleva los ojos rasados de lágrimas. La ovación es clamorosa y en el tendido se escuchan las loas del torero, torero. A veces lo olvidamos pero, esto es así. Una tarde o noche -cuando hablamos de EL Relicario ya siempre nos vemos obligados a referirnos a funciones nocturnas- sale un toro que por un descuido o le que ustedes quieran, ensarta a algún actuante por la ingle. En dos segundos le hace cisco las venas y arterias de la zona en cuestión y el hombre se vacía en menos de dos minutos. La vida se le escapa a chorros y si tiene suerte y sale adelante, tendrá que enfrentar una recuperación sicológica muy dolorosa, además de serios problemas renales, circulatorios y unos trasplantes de conductos sanguíneos que siempre conllevan el riesgo de que permeen y cuando el infortunado se sienta muy débil es porque, de nueva cuenta, está a punto de palmarla.

Ahí queda eso, dicen los toreros cada vez que la bordan. Ahí queda el festival de la solidaridad con Enrique Espinoza. Entre otros muchos apuntes están: la bravura del primero de la noche, un toro de una ganadería llamada Mar de Nubes. No sé porque siempre el mejor morucho del encierro corresponde al número del caballito. La decisión de Rafael Ortega para pasarse  crudo al cárdeno nevado, un capacho de gran tonelaje a cuestas, al que banderilleó con mucha verdad en los tres primeros y todavía, regaló un par de cortas para divertir al villamelonaje. Los despabiladores de otro toro muy serio al que Jerónimo le pegó verónicas jugando los brazos y acompañando con la cintura, y derechazos deletreados. El arrimón de Federico Pizarro con un astifino y largo mulato, tuerto del ojo derecho, que por poco lo manda a la enfermería. Nacho Garibay a quien no le avisaron que en eso de escoger los toros se habían servido con la cuchara grande y su apoderado le puso las peras de a cuarto con un berrendo esmirriadito protestado por el público de principio a fin. Y finalmente, Arturo Macías que entusiasta montó a caballo para picar y también se ánimo al tercer par de banderillas. Sobre todo, el gesto generoso de los espectadores que pagaron boleto con el ánimo de saberse solidarios.

 

Oyendo las ovaciones uno no puede menos que sentir un estremecimiento hondo cuando piensa en El Cuate. Conduele su suerte. Aún sabiendo ciertamente que la suerte en el toreo es un volado a cara o cruz. Tardes que se sale a hombros en medio del júbilo general, o tardes en que el coleta se marcha bajo los cristales filosos de la rechifla. Son de otro tipo las que te dejan la boca y el ánimo secos: cuando observas al muchacho sonriente y vigoroso que llega al patio de cuadrillas vestido de oro saludando a la concurrencia y ves marcharse a un muñeco roto, conmocionado, sucio, con una desgarradora expresión de dolor y dejando al paso de los que lo llevan un reguero de sangre oscura.

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde Puebla (México), crónica de José Antonio Luna