Aunque era corresponsal en París del Toronto Star, Ernesto Hemingway no llegó a España para efectuar trabajo periodístico alguno. Él y su primera esposa, Elizabeth Hadley Richardson, fueron a la península por puro propósito turístico. Era el único país latino que no conocían. Siendo el escritor un hombre de acción y con el afán de observar la lucha entre un hombre y un toro, acudió a una corrida en Madrid. El gringo quedó profundamente impresionado. Tenía a su favor que bajo la recia piel de boxeador había un tipo sensible. Desde el primer momento comprendió que lo de los toros era un ritual trágico, solemne y protocolario, y no un enfrentamiento deportivo. De regreso a París, comentó a su colega Gertrude Stein sus impresiones sobre la tauromaquia y ella le instó a viajar a Pamplona durante las fiestas de San Fermín. Elizabeth estaba embarazada y el escritor le habló de su firme creencia sobre el vigor que los toros transmitían a los niños aún no nacidos. Desde el primer momento quedaron fascinados. Hemingway descubría que la España mística y barroca, olorosa a cera, flores, sangre y vino que él imaginaba, realmente existía. Desde ese primer viaje y para siempre, quedó embrujado por el fervor con que se realizaban las procesiones religiosas y con la exaltación festiva de un pueblo que bebía y bailaba sin descanso. Pero sobre todas las cosas, lo cautivó el encierro corrido en las calles húmedas y adoquinadas. Le provocaba una emoción delirante la audacia de los jóvenes que corrían delante de los toros, ese juego atroz en los linderos de la muerte, pero sin fama ni traje de luces. Se convirtió en aficionado devoto a la tauromaquia. Veneraba a Nicanor Villalta, tanto que estuvo a punto de bautizar a su hijo con el nombre y apellido del torero.

Después, comenzó la relación con otros matadores: El Niño de la Palma y su hijo Antonio Ordoñez, Luis Miguel Dominguín y otros. Don Ernesto de la Mancha del vino y de los toros de España, como le gustaba que lo llamaran, conocía el planeta taurino por dentro y por fuera. Era amigo de las figuras, pero también de los banderilleros y los picadores. Finalmente, el hombre que admiró a los que en el ruedo se atrevían a cortejar a la muerte, el que ponderaba el valor por sobre todas las virtudes, el que amaba la vida, la mañana del dos de julio de 1961, profundamente psicótico y mermado, con una de sus escopetas se volaba los sesos.

Nunca en la historia de las vinculaciones humanas, nadie amó tanto a una ciudad y a sus festividades. El maridaje fue tan hondo que pervive hasta nuestros días, Pamplona y Hemingway. Desde entonces, cada semana de San Fermines un fantasma de pelo y barba blanca, frágil y pálido, feliz se pasea entre la multitud de corredores. Luego de la última farra, cuando las celebraciones han terminado y el horizonte aclara, nostálgico desparece entre los renglones de una de sus novelas.