Se lo han ganado a pulso y por eso, tienen el espectáculo más brillante y hermoso del mundo. Nada puede compararse a una tarde de mayo en la plaza de toros de Las Ventas, aunque el cielo se cargue de nubarrones y se deshaga en una tormenta bíblica. El ruedo de Madrid es el sitio en el que actúan los últimos quijotes que nos quedan. En un mundo hoy puesto en liquidación, en el que conceptos como hidalguía, nobleza y valor carecen de sentido, la Feria de San Isidro es el escaparate fehaciente de valores como estos. Las corridas del serial madrileño cada día acrecientan su resplandor y se vuelven aún más subyugantes y misteriosas. Porque siempre será un misterio que un hombre se juegue la vida con la intención de crear una belleza efímera. También lo es, que una multitud se conmueva ante el peligro y el encanto estético del conjunto y, a la vez, custodie que se mate al toro de la manera más apegada al protocolo establecido.

En San Isidro se renuevan los votos de afición, que de este lado del Atlántico se pierden. En México, a los entendidos les molesta mucho cuando se comparan las corridas españolas con las nuestras. Dicen ufanos y despreciativos que “la nuestra es otra fiesta”. Y… sí, tienen razón. Son muy diferentes. Por decir algo, aquí no le interesa a nadie la edad de los toros, eso no importa. Con que tenga cuernos es más que suficiente y además, da lo mismo si estos son chicos, mogones o manipulados. Cada vez que hago la comparación, me llueve y no falta el lector que envíe un mensaje electrónico reclamando por mi falta de conocimiento. Guardo varios mensajes en los que me aseguran que en Madrid también se arreglan los pitones. Tal vez, pero no pueden negar que allá tienen talento para hacerlo. Se imaginan ustedes el petardo, si los de Unicable hicieran un acercamiento de la imagen como los que hace Canal Plus, a los pitones de un toro corrido en la Plaza México. Sería procaz y grosera la exhibición del fraude. Sí, la nuestra es otra fiesta. Definitivamente otra, ramplona y poquitera. Aquí, las cosas como están no impresionan a nadie y por eso, ya no se llena la plaza más grande del mundo. En cambio, en la ciudad del oso y el madroño, con la de ayer, llevan doce corridas y los tendidos hasta las banderas, o casi, y también, las entradas de las novilladas son muy buenas.

Dijo Jean Paul Sartre, reventándonos en la cara su sentencia, que “el infierno son los otros”. Puede que sí, puede que no, pero una cosa sí es segura: que el infierno está aquí, en el Tercer Inmundo.

Todo es aquello a lo que se habitúa un pueblo. Nosotros, estamos acostumbrados a que somos poco, a que valemos menos y a que por lo tanto, merecemos nada. Dispuestos a tragar mucho paquete, admitimos sin chistar descuentos multimillonarios de impuestos a Televisa en pago por el apoyo al hoy presidente de la República. Aceptamos candidaturas de políticos de moral insolvente.  Aguantamos un aumento constante en los precios. Soportamos un transporte público indigno. Pagamos la telefonía más cara del mundo. Sufrimos el ofrecimiento de una internet de lo más deficiente. Todo eso, entre otras muchas cosas. Y el domingo, cuando vamos a los toros, nos sentamos a corear mamarrachadas, conformes con una pantomima que nada se asemeja a una verdadera corrida. En México la dignidad, las virtudes y la justicia importan un huevo.

Si condescendemos con tan poco, para qué esforzarse más allá de lo necesario. ¿En qué temporada grande creen ustedes que, por decir nombres, Arturo Macías o Ignacio Garibay anunciarían una encerrona con 6 De Haro 6, que son nuestros victorinos?. ¿Ustedes creen que en la México, Diego Silveti, se quedaría bajo una granizada de espérame tantito, para demostrar sus ansias de ganarse un sitio?. El David Mora del martes, resuelto y torerísimo, aquí vino a hacer lo que hacen todos, o sea, a cachondear y muy orondos nuestros periodistas taurinos declararon que le había quedado grande la plaza de Insurgentes. Fandiño con todo su pundonor, aquí no deja que le peguen tamaña cornada, y además, no sería posible que se la pegaran tan grande, porque no hay bicho al que le dejen más de quince centímetros de pitones.

Allá está la verdadera trascendencia. Tanto que dentro de muchos siglos, si es que dejamos mundo, los arqueólogos podrían decir algo como esto: A principios del tercer milenio, en una antigua ciudad llamada Madrid, miles tenían la costumbre de asistir a un espectáculo que denominaban corridas de toros. Aún no se ha podido dirimir si aquella costumbre era un espectáculo, un rito, o sólo una tradición. Pero, por los hallazgos se sabe de un periodo de tiempo al año que designaban Feria de San Isidro. En ella, los oficiantes, hombres de luces y gran carácter, mucha gracia y dominio de la técnica, se inmolaban en busca de la primacía. Todas las tardes durante un mes jugaban con los toros y el espectáculo tenía una luminosidad y una emoción apasionante y conmovedora. Por su parte, los espectadores, exaltados y exigentes, asistían esperanzados con el único y noble fin de acumular en la memoria gestas de una belleza y un valor humano incalculables.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México