Soy de los que piensan –ilusamente- que un profesional del toreo que se precie como tal, debe jugársela todas las tardes que se anuncie, sea en el ruedo de San Pedro de los Tlacuaches o en el de la mismísima plaza de las Ventas. Por supuesto, que eso dista mucho de lo que dicta el buen juicio y más de lo que aconseja un apoderado competente. “Según el sapo la pedrada” dice la sentencia, por ello, en la mayoría de las corridas se ofrece el cachondeo puro y en otras, dos o tres al año, el hombre que lleva la administración propone lo de que: “Hoy, sí, matador, ¡a  salir con las orejas en la mano o con los pies por delante!”.

El asunto es un dolor de huevos debido a que las plazas están catalogadas como  de primera, segunda  y tercera. En lo anterior no influye el precio de la entrada, porque en México, casi siempre, los billetes para una corrida en plaza de tercera cuestan lo mismo que en una de primera. Además, los carteles, invariablemente, anuncian grandiosos, fenomenales o magnos festejos en los que se matarán imponentes, bravos, soberbios, escogidos, hermosísimos o magníficos toros. Por otra parte, siendo personas -digo, por lo de la dignidad que todos poseemos- las que asisten a una corrida, no deberían ser clasificadas en rangos. Así que la consigna sería aplicar la de José Tomás, comparecer pocas veces, darlo todo y cobrar la cantidad en la que se cotice el diestro. Pero unos vemos el toreo como un ideal y otros, los profesionales, como un negocio.

Habiendo puesto en claro lo de que los toreros se deban jugar la vida cada tarde que se anuncian, implica que en el edificio taurino haya una enfermería en regla o un quirófano ambulatorio y un equipo de médicos especialistas en heridas por cornada. Unas por otras.

Ahí lo tienen, plaza de Reynosa, Tamaulipas, es decir, una ciudad de seiscientos mil habitantes. Alberto Huerta no se entretiene en insignificancias como la de enterarse si hay médicos ni enfermería  ni sala de operaciones y va decidido a arrodillarse frente la puerta de toriles. El toro que sale a la velocidad de un rayo no sigue el capote y arrolla al de las medias rosas, como un tráiler se lleva un pájaro estampado en el radiador. El diestro cae varios metros adelante sólo para recibir la segunda dosis de leñazos, han avanzado varios metros más. Por último, el morlaco decide que falta dar el pilón y vuelve a levantarlo y lo arroja contra las tablas. La paliza ha sido de órdago y el diestro se lleva un tabaco de cuarenta centímetros que lo atraviesa y sale por la espalda, más otras dos trayectorias y le han quedado las vértebras sonando como marimba.

En esos momentos de prisas y desconcierto, sabiendo que después de una cornada los segundos son preciosos y más si el cate ha sido tan horroroso como este, los que llevan en brazos al herido corren asustados. La lesión es muy seria, pero hete que aquí llega el momento de ponerle salsa para darle sabor a la mexicana. Dicen algunos portales taurinos a reserva de confirmarlo -en este país no es prudente meter las manos al fuego ni por el mismísimo San Juan Diego- que la empresa no contrató plantilla de médicos especialistas en heridas por cuerno, sólo unos cuantos paramédicos que no sabían si entregar al torero lastimado al empresario, al apoderado o a la señora que vende las pepitas. Una situación a medio camino entre una novela del absurdo y un capítulo de los Simpson.

Con todo, la vida que es compensatoria deja a Alberto Huerta en manos de un buen cirujano general y gracias a que el pitón no lastimó ningún órgano vital, se está salvando. Que el hecho sea posible asombra, da vértigo y te pone la piel de gallina. La irresponsabilidad más frívola y la estupidez más elemental estuvieron a punto de segar la vida de un coleta. Ya se sabe, que en los pueblos perdidos los marrajos de media casta y de jaripeo hacen que a muchos torerillos los saquen a hombros con destino directo al cementerio, pero esa es otra historia. Y aunque lo que menos tiene el mundo del toreo es ser humanitario con sus propios actores, no podemos admitir pasivamente que la avaricia y la irresponsabilidad permitan que a un espada se lo cargue el payaso por la sencilla razón de que alguien quiso reducir los gastos. Llamé al matador para confirmar la versión. No lo recuerda o no quiso recordarlo. Sin embargo, ya lo verán que se confirma, se las brindo.

 

                                       

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México