Estaba ahí por cumplir con su trabajo y no por un afán de gloria ni por vergüenza. Mucho menos, por cuidar su reputación torera. Probablemente, salió de su casa diciendo adiós a los suyos, que comprensivos con su afición, más que solidarios con el padre que se marcha al trabajo, como cada domingo lo vieron partir gozoso y entusiasmado por la corrida. Así fue durante años. Portero de callejón y miembro de los servicios de plaza en el Nuevo Progreso de Guadalajara, don Salvador Hernández, alerta y expectante, con una mano en el cerrojo y la otra, sobre la barrera, observó atento como Alberto Valente se mostraba voluntarioso con el primero de la tarde. Los años de ver toros lo habían vuelto muy perceptivo y, por las condiciones del novillo, sabía que el joven coleta no pasaría de estar empeñoso. De lo que tal vez no se percataba era de que en el callejón de una plaza de toros el horror siempre transita al acecho. A veces, un segundo de descuido en el ruedo, y zás, el muchacho vigoroso y atrevido se convierte en un muñeco desmadejado al que tras la barrera, en brazos y a toda prisa, conducen a la enfermería. Otras, es el toro que salta las tablas y tropieza con alguien en el momento justo y en el lugar preciso. Entonces, es un mozo de espadas, un apoderado o un arenero el que se da de bruces con la desgracia.

 

En el segundo –es seguro- habrá disfrutado los detalles de Salvador López, que no se iría como triunfador del festejo. La novillada de El Vergel no se estaba dejando. Completaba la tercia el colombiano Santiago Gómez. Con muchas patas vino el tercero. El ayuda de plaza, indudablemente, lo vio perfilarse hacia las tablas. Afianzó la mano derecha en el cerrojo y dio principio la última escena en el capítulo final de su vida. El novillo vuela sobre las tablas y el portero titubea. Además, a los sesenta y cinco años los reflejos ya no son fiables. En vez de ampararse tras un burladero de contrabarrera, el hombre intenta abrir la puerta, que para eso lo habían contratado, y con ello, devolver al novillo a la arena. El animal golpea el resquicio y lo descubre. En un instante, tira el derrote y del abdomen prende al trabajador. La cornada es espeluznante, pues se lo lleva varios metros colgado de un leño. Han quedado destrozados un pulmón, los intestinos y el hígado. El ayuda de plaza muere durante la madrugada del martes.

Cuando las campanas doblan a difuntos, la gente del toro se sorprende, y mucho. Los que vamos jubilosos a la plaza, olvidamos que la muerte impera en el ruedo. Si no fuera por este dejar de lado el mal pensamiento, jamás iríamos. Parece incongruente, pero nunca esperamos la tragedia. Al contrario. Asistimos porque obsesivamente queremos ver triunfar a la vida. Los lances y pases son, de un modo primigenio, una manera de burlar a la muerte. El vestido de luces con sus colores vibrantes y su oro refulgente es una invitación a la alegría. Luz que representa a la vida frente a la negra seriedad del toro que encarna a la muerte. El torero victorioso ante la fatalidad se yergue como un héroe.

De los claveles encendidos a los crespones oscuros, una corrida de toros es muestra inflexible de la condición mortal, la miseria y la fragilidad humana. Los oropeles y las glorias que da triunfar en el ruedo, don Salvador Hernández sólo las conoció de lejos. Él fue -más bien- un obrero de la fiesta. No se murió amortajado en su capote de paseo, ni envuelto en su último derechazo. Correr por fuera peligro de muerte también forma parte del juego. Torileros, ayudantes, administraciones, monosabios, ganaderos, vaqueros y caporales, en la plaza y en el campo, conocen a lo que se arriesgan como se saben el Padrenuestro. Lo único que a estas alturas resulta imperdonable es que cuando pasan cosas como esta, todos los del toro, con cara de incrédulos nos sigamos cuestionando: “¿quién iba a pensarlo?”.