A su memoria liberemos a la loca de la casa y vamos a contarnos otra vez la historia. “Como si fuera ahora mismo”, respondía enérgico Antonio Chenel Antoñete cuando le preguntaban si se acordaba de la faena de “Atrevido”. El del toro blanco de Osborne fue, tal vez, el mejor trasteo del maestro madrileño. Aquella actuación mítica para siempre se guardó en el recuerdo los que esa tarde estuvieron en la plaza y para los que no, nos quedaron las crónicas y el afán de revivirla de vez en cuando.

 

En el Madrid de aquellos tiempos, las corridas que se lidiaban durante la Feria de San Isidro eran previamente exhibidas en un lugar llamado la Venta del Batán. Allí estaba el encierro de la ganadería andaluza de la divisa verde y blanca. Seis ejemplares que serían sorteados por Antonio Chenel Antoñete, Victoriano Valencia y Fermín Murillo. Entre sus compañeros de condena se sombreaba un toro ensabanado, alunarado y calcetero, al que la gente que admiraba los lotes a jugarse durante el serial, lo empezó a llamar “el toro blanco de Osborne”. De boca en boca creció el asombro ante su belleza. Los visitantes se enamoraron del animal y hablaban con ilusión de verle en el ruedo.

 

Por ello, Chenel comentó a su cuadrilla que no quería que en el sorteo le correspondiera el famoso y albo bovino de lidia, porque en esos casos, el tendido invariablemente se ponía a favor del toro y en contra del matador. Sin embargo, ya se sabe que la vida es una bromista de puta madre. Cuando el diestro se estaba vistiendo para la corrida, recibió una llamada telefónica. Era su hermana notificándole que la suerte le había deparado, precisamente, al toro blanco. No olvidemos que el padre de Antoñete era el guarda plaza de Las Ventas y la familia vivía ahí. Desde la ventana de su casa, la hermana observó deslindarse del azar.

 

Era la tarde del 15 de mayo de 1966. La corrida fue televisada a toda España y en el palco de honor, se encontraban Francisco Franco y el presidente de Nicaragua, René Schick Gutiérrez. Cuando “Atrevido” saltó a la arena fue saludado con un murmullo de admiración. Acometía violento y pegando arreones, muy lejanos de las arrancadas bravas y nobles que pudieran presagiar algo bueno. El maestro Chenel empezaba a confirmar sus preocupaciones. Pero en el tercio de varas, como suele suceder, el merengue cambió de lidia y el diestro, para gloria de la historia del toreo, viró el discurso de la faena. El hola buenas, soy el que tiene nombre de perfume con aroma de toreo sublime, lo dio con tres verónicas, recogiendo trapo a la cintura y apagando la tanda con una media. Entonces, la tarde y la vida de Antonio se partieron en un antes y un después entrañable, inolvidable e inmaculado. Al extender la muleta estaba pronosticando que desenvolvería arte puro y conmovedor durante el resto de la faena.

 

La obra monumental dio principio con media docena de pases por abajo muy largos, los remató con un muletazo a dos manos. Luego, se alejó unos pasos para colocarse a la distancia, seguro ya que los envites se habían transformado en memorables embestidas. Citó con la tela en la mano izquierda, el toro se vino gazapeando. Sin embargo, el hombre lo aguantó derecho como una vela, entonces, el toro rompió a bueno y se entregó. Fueron cinco ramilletes de naturales. Después, tres series de derechazos. Cada tanda era rematada barriendo lomo y echando las nubes más arriba. El público también se había entregado y la plaza deliraba mágica y emocionante. Para terminar con el toro blanco de Osborne, hicieron falta dos pinchazos, una estocada atravesada y dos golpes de descabello, pero los concurrentes reconociendo la magnitud de esta creación, eufóricos exigieron una oreja que valía un rabo. Al día siguiente los diarios anunciaron que la tarde anterior había sido perfumada con gotas de Chenel número cinco. Recordarlo viene a cuento, porque el sábado, a golpes de pulmón atrofiado, la cara fragancia acabó de desvanecer su esencia.

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México