Antes de plantarme en los riesgosos terrenos del género, vale la pena hacer algunas aclaraciones. No es que crea en el romántico concepto de la mujer frágil que sólo sirve para adornar la existencia y que aún en pleno siglo veintiuno sigue vigente. Al caso, cualquier película “joligudense”, en la que el gallito del corral -llámese Mel Gibson, Harrison Ford, o Kevin Costner-  se hace acompañar de un bombón que se aventura en las situaciones más riesgosas e inverosímiles, jugándose la vida codo a codo junto al papas fritas y a la hora de la verdad, cuando la trama de explosiones, balazos y cuchilladas ha alcanzado la cúspide, la gachí se limita a escudarse tras el atlético, sudoroso y ensangrentado hombro del macho que salva el trance demostrando quien es quien y acto seguido, le pega un revolcón de ay Jonás dijo la ballena. No. Seguro, nadie como la mujer para resistir el sufrimiento, o la enfermedad, o el hambre. Nadie como ella para enfrentar la adversidad e imponerse en las situaciones más difíciles de la vida.

La hembra pare hijos con dolor, los amamanta, los educa y si se tercia, los mantiene. Además, va al trabajo después de haber hecho la comida, lavado la ropa y limpiado la casa. Así que de valor y entrega no hay duda. Por otra parte, en la actualidad, mientras nosotros los hombres nos angustiamos con cifras y cuentas, son las mujeres las que velan por la cultura y el arte. Leen libros, se inscriben a cursos, pintan cuadros o aprenden música. Y eso no es cuestión de tiempo libre, sino de perseverancia y fuerza de voluntad.

Por eso, me curo en salud. No, no es machismo a ultranza. Es que por más igualdad de géneros que se pretendan, hay cosas para hombres y cosas para mujeres. Conozco a una señora morena, muy maja, que llena los pantalones de mezclilla como nadie, con sus cuarenta y tantos años quita el hipo y para el tráfico cuando aparece con toda dignidad luciendo su trapío para Bilbao. En cambio paradójicamente, el traje de luces, ajustado a la cintura, ensanchando la cadera, con medias rosas y zapatillas de ballet, a las gachís les sienta fatal. Con todo lo llamativo y delicado en los adornos, el vestido de torear es atuendo eminentemente masculino. El asunto de la estética taurino femenil se agrava a la mala hora de los cates, o cuando se impone doblarse con el toro y castigarlo, o las actitudes y gestos adoptados al tiempo de montar la espada y de tirarse matar. Pero, vale, lo dicho se remite a gustos y opiniones personales y subjetivas. Lo que no encaja es utilizar el escenario más importante de América, para ensayar brillantes prendidas de foco, sean con damas o varones,  despachando la temporada chica de dos mantazos y media estocada. Por lo escrito renglones arriba, no me sumo a la causa. ¿Histórico?  Si lo digno y lo trascendente para figurar en la historia del toreo se atribuye a que en el cartel colgaron un par de nombres propios del género femenino, al reiterar que la mujer existe y se aventura en oficios que antes sólo ejercían los hombres, lo que se está haciendo es un flagrante y marcado ninguneo machista.

 

 

 

 

 

    Crónica de José Antonio Alarcón