El morito pasaba muy despacio y espiando al coleta con lo que nos tenía al borde del sillón, dejándonos el estremecimiento de que en el momento que le viniera en gana podría asestar el derrote asesino. No fue de este modo, pero sí le pegó un cate. La cornada vino al revolverse en un palmo de terreno buscando los tobillos del diestro, lo que encontró quitándole los pies del suelo. La obra como tal, había sido casi consumada por lo que después de levantarse con un orificio en la tibia del que escurría sangre oscura, dio unos muletazos para cuadrar al bicho y se tiró a matar pinchando arriba en la primera ocasión y acertando en el segundo intento. Cortó una oreja con todas las de la ley mostrándola emocionado al público que aplaudía el gesto, mientras él se marchaba valeroso y por su propio pie a la enfermería.

Como la televisión es una gran indiscreta y los hombres del siglo veintiuno lo somos más. En tanto se desarrollaba la lidia, pudimos observar a una chica que seguía los trances de la faena con acucioso interés. La vimos persignarse en cuanto los clarines tocaron a toriles. Entre las tomas de lo acontecido en el ruedo, el director de cámaras –supongo que así se le llama al que elige la escena a transmitir de todos los monitores que tiene frente a sí- nos mostraba las reacciones de la gachí. Después de un rato, los comentaristas nos hicieron saber que se trataba de la hermana de Alberto Aguilar, el hombre que con una gran vergüenza se estaba jugando las femorales en la arena. Leyéndole los labios a la joven, le vimos desearle suerte al pariente, animarlo con varios “vamos a allá”, que desde luego, sospecho su fraterno no escuchaba. A su vez, la miramos entusiasta corear los olés y al término de cada serie tocarle las palmas conmovida.

Después, apelando a la misma falta de pudor con la que a miles de kilómetros, podemos observar como de los restos del lodo y el desastre, los rescatistas desentierran el cadáver de un japonés, o de igual modo, dos segundos más tarde, echamos un vistazo al desierto en el que los cañoneros sirios, rebeldes y militares, se tiran bombas con aplicado afán, quebrantando su intimidad la vimos a ella aterrarse al momento de la cornada. Repetición en cámara lenta, el sobresalto y las palmas a los ojos para tapar el desenlace y luego, asomada tras las manos, romper en llanto mientras veía a su hermano herido y valiente perfilándose a matar ante el testigo circular que son los miles de ojos asomándose al ruedo una tarde de toros.

Por mi parte, lo confieso con la frente en alto. Yo, que tengo duras las fibras del pecho y ya me conmueven muy pocas cosas, sentí un nudo en la garganta. Viendo a la guapa tan solitaria –estaba entre otros espectadores, pero no conversaba con ellos, por lo que me imagino asistiría sola- se me escurrieron las lágrimas. Terminó la corrida y apagué la tele deseando con toda el alma que a Alberto Aguilar le vaya muy bien en la vida, que se convierta en una gran figura del toreo y que las empresas le engorden la chequera, para que un día, a la hermana tierna y solidaria que lo acompañó desde el tendido en esta tarde de Fallas 2011, le regale un cortijo y también un Mercedes, y le dé mucho dinero para que se compre joyas y vestidos, y le pueda echar mucho jamón de pata negra al puchero, y no quiera ni tenga, que acompañarlo más a tragar paquete en esos minutos de suspenso doloroso, que los cercanos miden desde el primer lance de recibo, hasta el momento en que el tiro de mulitas arrastra los despojos del toro.