Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Hay dos guerras contra ella y no queremos darnos cuenta. Lo peor, es que una, los aficionados la estamos perdiendo y no nos enteramos debido a nuestra estulticia y pasividad. Mientras escribo, pienso en los enemigos de la fiesta brava, los falsos adversarios, los hombres y mujeres de la pancarta, que se desnudan y manchan el cuerpo con salsa de tomate, gritando en su ignorancia que “la tortura no es cultura”; mientras que a los verdaderos contrincantes los tenemos dentro, esos toreros, ganaderos, apoderados, empresarios, jueces y demás, que silenciosos y a buen paso, están acabando con ella.
La corrida Guadalupana fue un fiasco que transcurrió entre broncas y silbidos, porque los esperados toros de Begoña salieron con la casta de un burro, además, eran mogones de necesidad, como escribí la semana pasada, este término lo aplico para no decir que estaban afeitados y así, evitarme un pleito por asegurar algo que no puedo probar. También,  fue un chasco por las decisiones incomprensibles de una autoridad perdida en el océano de lo errático. Aterra el disparate perpetuo de los jueces.
Sergio Flores estuvo decoroso con capote y muleta. Aprovechó el mejor toro del encierro, el cuarto de la tarde, dominándolo con los cañonazos de unos doblones muy potentes y después, pegó pases por la derecha y naturales de muy buena calidad, pero espaciados porque el toro era tardo. Al final, despachó al mortadelo con un espadazo infame. La autoridad, de manera inexplicable, otorgó una oreja. Desde ese momento, sonaron las alarmas que nos alertaban e ignoramos; con el pañuelo blanco, debimos darnos cuenta de que en el palco supremo había línea. Roca Rey, por su parte, se vio fuera de cacho, encorvado, sin ligar las tandas y sin confiarse; quiero decir, desconfiado a su alto nivel, él que siempre anda entre los cuernos con la tranquilidad de alguien que va por un café. Luis David no tuvo oportunidad con ninguno de sus dos toros y se fue en blanco.
Por los hechos de la corrida Guadalupana, infiero que en la cúspide se está librando otra guerra. Ésta es por el poder absoluto de lo que queda de la tauromaquia mexicana. Como la canción de Nacha Pop, una “lucha de gigantes”, que convirtieron el aire de la Plaza México en gas natural, transformación que enrareció el ambiente generando una bronca formidable con repartición de golpes en los tendidos, cojines a la arena y una tremenda sensación de disgusto. “Un duelo salvaje” en el que el juez Jorge Ramos con toda su fragilidad entró en “un mundo descomunal”. “Vaya pesadilla corriendo con una bestia detrás” una bestia, por cierto, con el morillo cuajado de banderillas negras. Castigo exagerado, si tomamos en cuenta que el toro era un manso de libro, es cierto, pero, en el ruedo de Insurgentes, hemos visto peores irse al otro mundo sin el ignominioso adorno de las jaras de luto. O díganme ustedes, si el señor autoridad por sus cojones, se iba a poner contra uno de los hombres más poderosos de México y puede que del mundo. Para atreverse a ordenar las banderillas negras al sexto de la tarde de Begoña, tiene que contar con el apoyo de alguien muy poderoso.
Después del último despropósito acontecido en la Plaza México -cada tarde de toros hay uno, pero este fue descomunal-, la pregunta queda en el aire, uno es don Alberto Bailleres: ¿quién es el otro gigante?. Lo lamentable es que en medio de esta batalla titánica, estamos nosotros los aficionados.