Con el fin de rememorar ejemplares soberbios, faenas históricas, lances inigualables, puyazos bizarros, pares de banderillas antológicos, pases señeros, espadazos contundentes. Esculturas, libros, cuadros, fotografías, son el inventario con el que pretendemos heredar a los nuevos aficionados la memoria de anécdotas y hazañas hermosas, vibrantes, trágicas, tristes, terribles. Elementos con los que intentamos perpetuar lo acontecido, para que el día en que se extinga el recuerdo oral, lo hecho no desaparezca perdiéndose para siempre. Sin la fotografía en que Aurelio Rodero inmortalizó a Rodolfo Gaona poniendo banderillas de manera pasmosa, el famoso Par de Pamplona, ya habría sido olvidado. O, sin La Estocada de la tarde con la que Mariano Benlliure glorificó en bronce a un toro moribundo, el alfanje encajado hasta los gavilanes y en todo lo alto, la vez que Rafael González Machaquito tuvo a bien dictar una de sus muchas lecciones de torería suprema, ya no viviría quien hablara de ella.

Es obsesionante la memoria. Por ella, hombres y mujeres escriben palabras y versos, para ese día de melancolía infinita en que dos ya no estén juntos y uno en soledad rescate la voz del otro y mirando lejanías, se hunda en la nostalgia al no encontrar los ojos en que amaba reflejarse. Con ese afán, una madre lega una alhaja y un amigo dedica una fotografía. Por ese empeño se redactan diarios, y se guardan cosas de valor sentimental que señalan un tiempo, un lugar, una historia.

Es la tarde del domingo pasado, ha doblado el cuarto. La Plaza México luce llena en los tendidos. Manolo Arruza ya cortó la oreja de su primero; Enrique Ponce se ha pegado un arrimón más de inteligencia torera que de arrebato, pues comprendió que el toro era un bobo que le ponía el hocico en los alamares, pero no tiraba el derrote -claro, a ver quién es el guapo que se atreve a lo mismo- y en los momentos en que parecía que el peligro del cate era inminente, un toque de muleta poderoso y mandón desviaba la acometida. Fermín Espínola está a punto de treparse a los cuernos de la luna bordando a sus dos toros. Variedad en los quites, fregolinas y brionesa en el primero de su lote; todavía no llegan las navarras a su segundo. Pares de banderillas elegantes y con muchas facultades y un toreo en redondo de muchos quilates. Inspirado con las telas, pero no con los aceros, al final de la corrida no podrá jartarse de cortar apéndices. El juez ya ha petardeado ordenando el arrastre lento para ese tercero, un morucho que salía con la cabeza arriba y al que le faltó casta. Ha pasado todo eso y el cielo pardea. A Manolo Arruza rodilla en tierra su hijo le ha cortado la coleta, cosa emotiva ya de sí. Vuelan golondrinas, las notas tristes de la canción de las despedidas. El torero da la vuelta al ruedo, en el puño apretándolos con fuerza, emocionado, lleva coleta y añadido. Eran parte del atuendo y a partir de hoy, para él más que para nadie, serán un tesoro; cuando al abrir un cajón dé marcha atrás, haga un recuento y saboreando una dulce congoja silenciosa, acaricie la castañeta y solitario se pierda por los desfiladeros de su memoria.

 

 

111120092347~12579194632390.jpg     Desde Puebla (México), crónica de José Antonio Luna