No lo soportaban. Su facha y sus maneras eran superiores a lo que su tolerancia podía resistir. Las irreverencias, el pelo largo y despeinado, escupirse las manos antes de recibir al toro con el capote, guiñar un ojo a las personas de su administración, eran lo de menos, lo que los volvía locos eran las herejías. Montarse en el toro, los saltos de la rana, los jabs a la mandíbula del cornúpeta en un boxeo insolente, darle de cabezazos en los lomos, eran propiciatorios para que sus antis quisieran encender la pira y atarlo, fuego al hereje.

Más que un novillero sensación y luego, una figura, Manuel Benítez El Cordobés, fue un fenómeno social. Es que el arte siempre será el reflejo de lo que acontece en la historia y el toreo no se sustrae a esta condición. Por esa forma de faenar, doscientos años de historia del toreo moderno caían estrepitosamente con el estruendo que haría si se viniera a tierra el Panteón romano. Con el sol por melena y el entusiasmo de un niño que transforma un trozo de madera en una varita mágica, El Cordobés fue un estandarte de la contracultura naciente a principios de la década de los sesentas. Si la ciudadanía confrontaba a las autoridades, si Kennedy proponía terminar con la guerra de Vietnam, Juan XXIII se atrevía con el Concilio Vaticano II a iniciar una de las reformas más profunda de la Iglesia, y Martin Luther King que tenía un sueño de igualdad, marchaba por las calles de Washington, y la modelo Twiggy con su delgadez extrema dejaba atrás el canon de belleza del cuerpo curvilíneo y la píldora anticonceptiva estallaba la revolución sexual, también, terremotos de la misma magnitud se daban en el mundo de la tauromaquia. Para romper los moldes clásicos llegaba este controversial torero.

El Cordobés no tenía seguidores, sino fans porque esa manera de seguir a los ídolos estaba naciendo en un bar de Liverpool llamada “The Cavern” con los Beatles. Los rusos habían puesto a girar a Yuri Gagarin en el espacio y Marilyn Monroe ondeaba su vestido blanco en una toma de aire para regalarle al mundo uno de las imágenes más emblemáticas. Pocos años después, llegarían la banda Who, Jim Morrinson y los Doors, también los Rolling Stones. En cuanto al mundo del toreo, éste sería rebasado por un joven que se convirtió en un icono mundial de los años sesentas. Tanto, que una calle de Las Vegas, Nevada, lleva su nombre y apodo.

El muchacho pobre que jugándosela al todo o nada, unos días antes de marcharse a Francia a trabajar de albañil, se atrevió a acercarse al legendario apoderado El Pipo, pidiéndole que lo viera torear. Allí nació, la relación de dos seres brillantes cada uno en su profesión Rafael Sánchez El Pipo como manejador de toreros y Manuel Benítez como espada. La inteligencia del Pipo lo hizo torear durante tres años doscientas tres novilladas sin pisar la plaza de Las Ventas. El humilde mozo que cargaba canastos en el mercado de su pueblo y al que se le atribuye la frase de que el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el jamón, era millonario antes de tomar la alternativa, que el veinticinco de mayo de 1963, en Córdoba, le dio Antonio Bienvenida. 

Con un poder de convocatoria insuperable, Manuel Benítez fue corto con el capote. Rompiendo los moldes de la ortodoxia, pero quedándose quieto como una vela iniciaba sus faenas por alto. Jugando la cintura y las muñecas de una manera pasmosa pegaba los derechazos y naturales con una perfección clásica y un aguante tremendo. Al reventar en redondo cimentaba cada vez más su biografía. “No sabe torear” era la frase espetada en su contra, pero aquellos que lo decían, lo reconozcan o no, muchas tardes tuvieron que tragarse sus palabras.

Tuvo un gran rival en Miguel Mateos Miguelín. Una ocasión en Madrid, de traje y corbata, desenmascaró los toros facilotes y jóvenes que terminó lidiando El Cordobés. El doctorado fue hace medio siglo y todavía no nos recuperamos del arrebato. Lo cierto, es que Manuel Benítez por un impulso natural fue el torero que representó el cambio estructural, la época prodigiosa en que se iniciaba el vértigo y el despropósito que ahora vivimos, eran los intensos años sesentas. Los años maravillosos de Kevin Arnold el de la tele, el que al comienzo de cada programa, con el fondo musical de With a Little help from my friends, cantada por Joe Cocker, nos recordaba que la vida se va en un latido.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México