Aún cabría un milagro y que salve el ojo. Sin embargo, lo que más cuenta es el ánimo para sobreponerse  a la desgracia. Los pormenores ustedes ya los saben. Un resbalón harto inoportuno –casi todos los patinazos lo son- y la desventurada caída en la cara de la fiera. El animal que acomete como el churro de película, rápido y furioso. Bien apuntado, el pupilo de la ganadería de doña Ana Romero, tira un derrote preciso que encarna  y la cornada horrenda marcará para siempre la memoria y la cara de Juan José Padilla. Una vez más, la sombra de la muerte ha aleteado encima de la arena y el torero de las patillas enormes, se ha salvado de morir a lo Manuel Granero, es decir, con el cerebro pinchado por un pitón de toro bravo, pues el cuerno ha penetrado por el pómulo izquierdo, encima del maxilar inferior para salir por el ojo lo que le causa un gravísimo trauma cráneo facial.

 

Lo admirable viene apenas. Imaginen el reciente cuadro. A media mañana los médicos uniformados con sus impolutas batas blancas y el estetoscopio al cuello, participan al matador y a su familia lo de ánimo maestro, es nuestro deber informarle que cicatrizadas las heridas y soldadas las fracturas, placas de titanio incluidas, será muy difícil que pueda usted volver a mover los músculos de media cara. Además – en esta parte, seguramente tercio el oftalmólogo- y por si faltaran malas nuevas, lo más probable es que no recupere usted la visión con ese ojo. A ello, el valiente diestro les ha contestado que aunque sea con un parche, volverá a partir plaza y a matar toros. También, ha exigido a sus apoderados que ni de coña, esta últimas tres palabras van por cortesía de la casa, vayan a cancelar los contratos firmados para actuar en Sudamérica. Como quien dice, se niega rotundamente a la derrota y a vivir de recordar tiempos mejores.

 

La cosa conmueve y muy hondo si tomamos en cuenta que han sido muchos años enfrentando el gran riesgo. Ya sé que todos los toreros lo enfrentan, pero hay una clasificación que se distingue porque corre un peligro aún mayor y es la de los que no están dentro del grupo de los elegidos. Son los que matan las corridas duras. O sea, los que se atreven con esos encierros conformados por toros enormes y de cornamentas descomunales, ágiles como gatos y que al tercer muletazo ya se enteraron en qué consiste el jueguito. Sin embargo, más que esas ganaderías los duros en realidad son ellos, los espadas que llevan a cuestas la etiqueta de toreros de guerra. Todavía son capaces de acometer hazañas. Los necesitamos así, heroicos y románticos porque requerimos mitos y leyendas para sacarle lustre a esta vida cada vez más mediocre, pragmática y descafeinada. Los demandamos con urgencia para recomponer el imaginario colectivo, que hombres pedestres destrozan todos los días a fuerza de declarar y hacer banalidades y estupideces. Ahora que la afición a los toros está tan devaluada, reivindica que una herida terrorífica sirva para renovar los votos con más vocación y acreditan la hidalguía de lo que los humanos somos y de lo que podemos ser. Conviene mucho tomar nota, todavía quedan seres capaces de dar lecciones magistrales sobre la entereza y la dignidad. Hay gente como este Juan José Padilla que con su coraje y su fe, iluminan el rincón de la miseria humana y le dan sentido a la historia, a la de nuestras vidas y a la de nuestro tiempo. El sufrimiento, las lágrimas y la sangre, si se sabe aprovecharlos, nunca son en vano. Hay personas que en lo peor de una tragedia, con sus actitudes orientan nuestra conducta, nuestra lucidez y nuestra existencia.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México