Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Además de algunos versos, son cuatro párrafos diseminados entre toda su obra en prosa, los que tocan el ámbito de los toros. Muy pocos, pero iridiscentes como un cuarteto de diamantes, cristalinos, hechiceros, pesados y muy valiosos.

Hubo una época en la vida de Octavio Paz que le gustaba ir a los toros. De hecho, hay una anécdota que cuentan sus biógrafos cuando Silverio Pérez visitó la redacción de la revista “Así” y ese día, en una charla con El Faraón, Paz se ofreció a escribir las crónicas de una temporada.

Encontré las menciones investigando para mi tesis doctoral en Letras Modernas, que trata sobre la narrativa y los toros. Con el gusto que debe sentir el que encuentra un tesoro, copié las citas que aquí transcribo.

La primera, aparece en Saludo a Rafael Alberti. Paz cuenta que vio torear a Ignacio Sánchez Mejías una tarde en Puebla de los Ángeles, mi ciudad, cuando esta era taurina e influía en las carreras de los toreros. Era tan importante, que para triunfar en México, había que hacerlo primero en la ciudad angélica. Está en la sección “¿Águila o sol?” del poema VIII en el libro Trabajos del poeta. Habla de un desvelo o tal vez, de una pesadilla en el sopor de la duermevela, el poeta describe angustias y melancolías. El insomne se convierte en un toro que no logra hacer daño a la quimera de un Don Tancredo inmóvil ante las angustias de una noche de inquietud, cuando los otros duermen y las soledades y los monstruos interiores crecen y se vuelven gigantescos. A su vez, en el sueño, el público recrimina a pitos las fallidas embestidas. Miren ustedes y recréense en la suerte, que esta es una larga torera de muchos quilates:

“Soy una plaza donde embisto capas ilusorias que me tienden toreros enlutados. Don Tancredo se yergue en el centro, relámpago de yeso. Lo ataco y cuando estoy a punto de derribarlo siempre hay alguien que llega al quite. Embisto de nuevo, bajo la rechifla de labios inmensos, que ocupan todos los tendidos. Ah, nunca acabo de matar al toro, nunca acabo de ser arrastrado por esas mulas tristes que dan vueltas y vueltas al ruedo, bajo el ala fría de ese silbido que decapita la tarde como una navaja inexorable.”

Un párrafo en el que, al mismo tiempo, el narrador es el toro y el torero. Los dos impotentes y cargados de frustración. Hay que chanelar de toros y de melancolía para escribir renglones así.

Octavio Paz, hombre sensible como el que más, también sabía de la tremenda soledad que hay en ese punto inaccesible para todos, menos para los toreros, el de la lejanía de los medios cuando un toro campa por el ruedo. Lo escribe en “Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura”, está comparando la relación “ambigua y excéntrica” con el público entre el torero, el cirquero y el pintor:

“En el centro de la plaza, rodeado por las miradas de miles de espectadores, el torero es la imagen de la soledad; por eso, en el momento decisivo, el matador dice a su cuadrilla la frase sacramental: ¡Dejarme solo! Solo frente al toro y solo frente al público.”

Paz entendía que el toreo es un rito festivo que linda con las fronteras de la muerte: “En el toreo el peligro alcanza la dignidad de la forma y ésta la veracidad de la muerte. El torero se encierra en una forma que se abre hacia el riesgo de morir.” La cita es del libro La búsqueda del comienzo (escritos sobre el surrealismo).

Liturgia, sangre, muerte, sacramento y letras. Luego, Paz olvidó su afición. Dolorosa cornada para los que amamos versos y verónicas Los comentarios de un colega francés, más, el tiempo que pasó en la India, lo alejaron de la plaza para siempre. O tal vez, como les ha sucedido a muchos, simplemente se desencantó y no volvió jamás. Lo bueno que tiene la literatura es que uno puede seguir las huellas que dejaron otros y en el camino, encontrar las cosas tan valiosas que a su paso, por ahí dejaron.