No es casual que a los animales les pongamos un nombre propio. Más allá de valernos de una palabra para llamarlos, se lo damos con la intención de demostrar nuestras aficiones, o que somos graciosos o simplemente con la intención de hacer patente nuestro nivel cultural. A veces, para revelar una estulticia abultada, ven aquí “Fifí”.

 

Por cosas como estas, conocí a un dálmata que se llamaba “Fidias” que nunca esculpió ningún friso, pero sí, levantando la pata, firmaba todas las esquinas de su territorio.

 

También, de niño tuve miedo de ser arrollado ante el potente galope de un gran danés gigantón y destartalado que obedecía al vocablo de “Pulgón”. Mi sobrina tuvo una perra perdiguera, entendida y simpática, bautizada como “Sabina”, y no se debía a que su dueña le hiciera los honores a los champiñones alucinógenos de María, sino a Joaquín y a sus canciones. Conozco a un hombre que su conversación nunca rebasa las fronteras de lo taurino y tiene un pointer inglés, ojeroso, flaco y de cara adusta, que acude cuando oye a su amo gritarle “¡Manolete!”. Mi perro, un cobrador dorado que siempre está contento, se llama “Saramago” y mi perra entiende por “Greta” aunque a ella, más que el garbo la caracterice lo contrario.

 

El caballo es otro animal que ha pactado con el hombre. Gracias a esa alianza, les ponemos nombres que los acerquen a nosotros. “Bucéfalo” es tan famoso como Alejandro Magno, “Babieca” como El Cid y “Rocinante” alcanza la fama de su loco dueño. En un hípico vi librar los obstáculos con el vigor de una sinfonía a un tordillo llamado “Karajan” y en el hipódromo a una yegua veloz atravesar la meta haciendo lo que decía su nombre “Turn on the ligths” de los tableros. En el campo los nombres son más gustosos, por ejemplo, “El Beso”. Ahora, es moda que los rejoneadores rescaten del olvido el alias de las más grandes figuras del toreo. Inevitable pensar en “Cagancho” y en “Chicuelo” de Pablo Hermoso o en “Morante” de Diego Ventura.

 

Habiendo tanto de que hablar, mira nada más lo que elige este hombre para llenar la página, pensarán ustedes. Sin embargo, el tema no es intrascendente porque al designarlos los estamos humanizando, cosa que a su vez hacemos, porque los amamos.

 

Al ponerles un nombre los estamos singularizando. Es decir, que los sacamos de la generalidad de su especie, otorgándoles una pretendida condición más alta. El asunto tiene harto fondo. Ya Santo Tomás de Aquino sostenía categórico que singularidad equivale a personalidad y los animales –esto lo afirmo yo- no son personas aunque a veces se comporten con más inteligencia, nobleza y bondad que muchos hijos de la gran puta con los que tenemos que vérnosla por la vida. Lo singular distingue de la masa. Más allá de una individualización, da atributos. Por eso, las hormigas y las abejas, por cierto, animales netamente fascistas lo digo con doble filo, no tienen nombre.

 

Es mediodía y hace calor. El sol brilla en todo lo alto y por ello, las únicas sombras en las corraletas son los toros negros contrastando ante el blanco de las paredes. A lo lejos, un martillo golpea las tablas. Tras las troneras, los banderilleros emparejan la corrida. El 534 es cornalón y ha hecho lote con el 526 que posee las armas breves. Lo mismo, el 535 que es el más pesado, equilibrará los afanes de su matador con el 522, el más recogido de carnes. Por último, dos cifras marcadas a fuego en los lomos de otro par de toros empatan el último lote. Luego, al entorilarlos, uno a uno, van entrando en el laberinto del que únicamente saldrán a morir atravesados por las espadas de los tres matadores. Esta es la última ocasión que serán designados por una cifra. En adelante, cuando la tarde gire estallando en mil colores, al sonar los clarines y en cada turno se descorra el último cerrojo de su vida, tendrán un nombre que colgará sobre la puerta de toriles. Al irrumpir en la realidad y en la arena, y sus nombres los singularicen, “Clavelito” “Ratón”, “Cobijero”, “Avispado”, “Alboroto” o el que ustedes gusten, lo será para siempre y ese sustantivo propio quedará unido al del diestro. Dos singularidades maridadas por un morir matando sin amor ni odio. Dependiendo de sus atrevimientos: una embestida noble, una bravura extrema, la cornada artera que cambia la voluntad del torero, se unirán dos especies y un par de nombres. Es extraño el modo como en los toros se escribe la historia.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México