No, de ningún modo estoy de acuerdo con usted don Rubén Amón, cosa que supongo, lo tendrá muy triste y preocupado. A pesar de que ya pasaron quince días de la publicación, no quiero ni debo mantenerme al margen. Como decimos en México: se la he guardado. Es decir, silencio no fue olvido. En Michoacán hay niños que esperan hacerse hombres para vengar a un ser amado. Es que ¿sabe?, su artículo La maldición de El Pana, publicado en El País, es impreciso y además, deja mal parado a Rodolfo Rodríguez que es mi amigo y, ante todo, un gran torero. La amistad es lo que me obliga a plantar cara.

Su texto lo empieza usted de manera dura, eso no me asusta y la verdad, a mí también, cada semana en esta columna, me entusiasma echar la escopeta al hombro y arrear disparando a lo que se mueva. Aunque la verdad sea dicha, jamás me atrevería a llamar “pelele de Goya” a una persona –note usted que escribo persona y no “hombre” por aquello de la dignidad ontológica- que ha sufrido un accidente que lo sume en uno de los dramas más dolorosos que se pueden padecer como lo es el de morir, pero no morir. Tampoco me atrevería a decirle retrato de José Gutiérrez-Solana que es tanto como llamarle sórdido, innoble y grotesco, características que el pintor imprimía a los personajes de algunos de sus cuadros. No lo haría por respeto y porque creo que todo enfrentamiento debe ser, por lo menos, leal. Sus metáforas, maestro Amón, son muy buenas en lo literario, pero carentes de sensibilidad no sólo para El Pana, sino para los lectores.

Está usted mal informado. El Pana no pasó a la historia sólo por un brindis, sino por la magia y la hondura de su toreo. Sería trillado nombrar a los toros de sus grandes faenas  en la Plaza México y en otros edificios taurinos de menor categoría. Rodolfo Rodríguez se hizo de un nombre por la dimensión de sus pases extraídos de un tiempo en fotografías de color sepia. Entre otros, por la profundidad y largueza, sus trincherazos que esperábamos con la ilusión de los chavales en la noche de los Reyes Magos. Y por su acusada personalidad y torería que le permitían seguir en la memoria de la afición a pesar de las ausencias tan largas. Es cierto, fueron pocas tardes anunciado en los carteles durante tantos años de alternativa, pero bastaron para señalar su lugar en la historia del toreo en México. Sí, es verdad, la mayor de las veces, fue un torero de pinceladas, pero que más se podía pedir si con ellas coloreaba la tarde.

En lo de hacer menos su carrera no ha ido usted sólo. Colegas y paisanos míos que adulaban al diestro llamándole “genio”, “brujo” y otros motes más, después de la tragedia se rasgaron las vestiduras publicando que el torito colorado era una mierda. Que sí, lo era, pero lo cierto es que fue muy parecida a las mierdas que se lidian comúnmente en una corrida de toros en la Plaza México y que allí, los cronistas llaman “toros con trapío”.

En lo que sí estoy de acuerdo con usted, es en la pequeñez del topónimo. Siempre hubiera sido preferible la Maestranza o de menos, el ruedo de la plaza de Aguascalientes en una tarde de feria o el de Tlaxcala al doblar de las campanas del convento. Lo de Ciudad Lerdo no embellecerá los textos nostálgicos que a los escritores taurinos les gusta redactar. Hubiera sido mejor lo de Hacienda de San Fernando que era el nombre original de la población, sin embargo, en México los colegios, las avenidas y las ciudades son rebautizadas con los nombres de políticos que nos han dejado en la calle y con la cartera temblando.

La vida en la que a cualquier hora a uno le toca el número premiado, ha dejado a El Pana sin consumar la romántica intención belmontina de hacer lo que se pueda para quedar tendido de una vez por todas en la arena. Así fueron las cosas, y, en medio de la tragedia, todo lo demás, lo de usted, lo mío, lo de los otros, son sólo argumentos bizantinos.

 
 
 
 
José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México