Una faena contundente que prologa los nuevos tiempos, los del oficiante extremeño. Como ya se sabe, los ritos son simbólicos y suelen evocar a algún mito,  en este caso, la utopía rememorada se llamó Santiago Martín El Viti y más allá, como la efigie de un santo de madera policromada en la penumbra de una catedral, está el recuerdo de Emilio Ortuño Jumillano. La severidad del ceremonial celebrado el domingo pasado en la Plaza México se concretó en unos lances cadenciosos a pies juntos que devinieron en tafalleras. Luego, el eclesiástico percibió la suave brisa del toro de Campo Real por demás pastueño y carente de casta. Entonces, los lances de Tafalla se convirtieron en gaoneras ajustadas. Vino lo de la puya y a la hora de quitar Perera calcó en los medios lo hecho antes en el tercio.

Para la faena de la sarga, los pies clavados en la arena –siete pases sin enmendar- desató las órdenes hieráticas de sus sentimientos con muletazos suaves y embarcando al toro que a cada momento demostraba, más y más, su absoluta falta de casta. La faena del torero extremeño fue un culto al temple. En su quehacer no existieron los duendes negros gitanos, ni el tremendismo combinado con la ortodoxia, dos características hoy muy en boga. Son otros los valores que aderezan su gran estilo: sobriedad, cadencia perezosa en la cintura y las muñecas, y la arrogancia de su pecho mostrándose a la embestida. Mágica hondura, severidad de movimientos y el acompañar cimbreante al toreo dilataron el tiempo.

Este es el torero para otra estirpe de aficionados, la de los devotos. Porque ir a la plaza cuando oficia Perera es más un acto religioso que de afición taurina. Leves insinuaciones del trapo al momento de tocar, la sutileza en el embarque, el torear con todo el cuerpo y luego, el despedir adusto para volver a quedar colocado. Todo sin alardes ordinarios, ni la más mínima concesión al mal gusto. Con ello, uno se siente como cuando entra al templo, huele a cera y a flores dulzonas, se oye el murmullo de las oraciones que revientan en el olé y en el centro del ruedo, toreando como los ángeles, está el maestro Miguel Ángel Perera, altivo, sereno, austero y elegante. Cuando remata, uno ha quedado en estado de gracia.    

La faena al segundo de la tarde tuvo solemnidades de misa mayor. Después, todo fue en balde y cada quien a lo suyo. Zotoluco con un torito corniausente luchaba en vano por vencer las tentaciones del toreo a la distancia, y el Payo, mal y de malas, se afanaba tratando de convertir al octavo. Mientras tanto, el que esto escribe, con veneración se calaba el hábito de la cofradía pererista.