Los toreros siempre tienen el gesto melancólico, pero a los que les van a pegar un cate serio se les acentúa el rasgo de tristeza por la forma en que miran, como si estuvieran viendo quien sabe que lejanías. Allá va Enrique siguiendo al caballo del alguacil, dicen los de coleta que el hombre montado avanza delante de las cuadrillas, no tanto para despejar el ruedo, cosa que ya no se usa desde hace más de siglo y medio, sino porque sin él, perdidos, no sabrían hacia dónde dirigirse. Después, vino lo que ya se sabe, el diestro que ansía oportunidades se la juega exponiendo en cada lance. Todavía, se adorna en un quite ajustado. Viene por cartel, así que despliega la franela en unos péndulos muy emocionantes. Oficia con limpieza al torear en redondo. Al final, cuadra al toro y con lentitud inicia el camino hacia el pitón que ha de desgarrarle las carnes en el muslo para atorarse en las venas y reventarlas no con los filos del diamante, pero sí con la fuerza del derrote. El chorro rojo brota impresionante en unos segundos en los que el matador está a punto de perder la vida. El espada se sabe herido de mucha gravedad, por ello, con angustia levanta la cara buscando a las asistencias que corren para auxiliarlo. Cada instante es de vida o muerte.

El otro caso, es el del muchacho Ismael Rosas, un aspirante a banderillero que recibió su bautizo de sangre en Apizaco. Sábado, novillada en tarde de cielo muy azul. Va a dar comienzo el paseíllo y el torero de plata voltea hacia atrás, ve fijamente al burladero de contrabarrera donde se resguardan los médicos. Alguien lo aparta de sus cavilaciones y saluda con una mueca. Salta a la arena el que abre plaza, un novillo con muy buena presencia y tanta guasa que es un malo de libro. Parece que fue a la universidad y que sabe más latín que Benedicto XVI. Se tercia buscando el cuerpo del lidiador, da coba, se detiene en la mitad del viaje y tira el hachazo. En algunas embestidas da la apariencia de ser burriciego, en otras, de estar toreado. Lo pican en la contraquerencia y acomete con bravura. Luego se escupe en dirección del otro caballo antes se encuentra el capote de Ismael, arrolla al bulto y el peón se salva de milagro. De la que no se escapa es en el par de banderillas. El toro lo engancha en la faja con el pitón derecho. El rehiletero gira en el aire y cae de pie para salir del trance a toda prisa, pero la fiera que sabe para que trae la madera, le tira el segundo derrote enganchándolo en la entrepierna y romaneando lo estrella contra las tablas. El muchacho lívido y con cara de espanto sabe que trae un tabaco fuerte en la bisectriz.

Es el drama crudo y frío. Frases como “con olor a cloroformo” o “echar el pie palante” suenan a paparruchadas. No, no es una adicción a la adrenalina lo que los lleva vestidos de luces al ruedo. Tampoco, una afición inmensa. Es un callejón sin salida, una condena implacable aunque ciertamente voluntaria. Por eso miran de ese modo lejano, porque no comprenden que hacen ahí, pero saben muy bien que no podrían estar en otra parte.

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde Puebla (México)

Crónica de José Antonio Luna