La guardaré como un emblema de inspiración. Los hombres también lloran. Será un aliento para esos momentos de la vida en los que hay que poner dos cojones y cara de hombre. Es la foto de Rafael Rubio afaelillo dando la vuelta al ruedo de la plaza de Madrid. En la imagen se mira al torero con el rostro contraído por el llanto. La mano derecha pone la montera sobre el corazón agradecido y la izquierda sostiene unos claveles rojos apoyados en la manga de la casaca. Las muñecas se cruzan como si, en un abrazo, el diestro quisiera consolarse a sí mismo. Abajo, en la taleguilla se ve la bragueta hecha jirones, porque el Miura lo atisbó en el instante de un error y se lo ha querido llevar por delante. Ya se sabe, los miuras no perdonan. Sin embargo, el destino no ha dejado que el torero fuera herido, aunque eso no quita que colgado del pitón, pasara segundos inacabables librando cuchilladas. La escena que captó la fotografía es conmovedora y extraña, un torero llorando desconsolado, mientras el público de Las Ventas lo aclama delirante.

La última tarde del San Isidro, Rafaelillo iba resuelto a jugársela. En su primero saludó en el tercio. Con una larga cambiada dio el “hola, buenas” a la borrasca cárdena y bragada de Miura, que le correspondió segundo. A continuación, largó trapo a verónicas. Entipado en lo de la casa, el toro era un “caballón” de cepas gruesas que en los embroques ponía la cruz a la altura de la barbilla del diestro.

Vino el último tercio y trajo consigo una obra colosal de torería. Poniendo en alto riesgo no sólo su vida, sino la de todos los cardiópatas que estaban viendo la faena, dio inicio con cinco muletazos por alto de rodillas. Luego, de pie se llevó a mar abierto al carguero de nombre “Injuriado” y con bandera de Miura. No sé por qué en las grandes faenas me da por emprenderla a metáforas marineras. Tal vez, será que el mar, al igual que el toreo verdad, tienen una tremenda belleza preñada de honda melancolía, lo que me lleva a venerarlos emocionado. Ya en los medios, Rafaelillo se trenzó en redondo. Ramilletes preciosos de pases por la derecha y también, por naturales. “Injuriado” era codicioso y muy bravo. Es cierto, el toro acabó metiendo la cabeza noblemente y la embestida fue atemperada, pero para que eso sucediera, antes, Rafaelillo tuvo que quedarse quieto como un faro a mediodía, resistiendo los embates de un mar embravecido en el que las olas le pasaban por encima de su fleco dorado y cargar la suerte en cada muletazo, enseñando al encastado toro quien mandaba allí.

Para bordar la lidia, el matador templó con enorme precisión y ritmo. Los naturales tuvieron la solemnidad de una misa cantada en latín y fueron tan profundos como un libro de filosofía, además, intensamente bellos. Al final de las series, Rafael Rubio de proa a popa barría los lomos del larguísimo toro, echando el cielo más arriba y todavía, se adornaba exaltando los finales de las tandas con detalles de gracia. 

¡Qué pena haberlo pinchado!, no lo digo por mí, que me da exactamente lo mismo, los dos espadazos en el hueso más alto de “Injuriado” no emborronan para nada la lucidez, el arrojo y la técnica con que fue construida la faena. Lo digo por Rafael Rubiol, porque no pudo dar el último pincelazo que concluyera la monumental obra de arte y porque se merecía, con mucho, la Puerta Grande más digna del mundo.

La ovación del público fue conmovedora, unánime, interminable. ¡Era la faena de la feria, y de muchas ferias, malograda con el estoque!. Jadeos de desconsuelo y rabia, gotas de impotencia. Lloraba Rafaelillo. Hipos de desencanto. Lloraba un picador. Lágrimas saladas como el agua del mar. Lloraba una señora. El llanto era circular. Lloraban en el tendido. Al otro lado del Atlántico, tiritando conmovidos ante la verdad del toreo, llorábamos nosotros.

 

 
 
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México