En la actualidad, jugársela a cara o cruz carece de prestigio y hasta se ha convertido en una actitud vulgar. Las reglas de la oferta y la demanda contemporáneas imponen otras características: mucha plata en los contratos, toritos muy escogidos, alianzas con las empresas, pactos con los alternantes y trafiques de toda clase. Sin embargo, está se salió de contexto y fue la corrida de las Termópilas, en la que tres guerreros decidieron cambiar el discurso del aburrimiento, devolviéndonos la emoción y el sentido de la hazaña. Palabra, esta última, ya en peligro de extinción.

Diego Ventura, caballero mitológico, hizo todo con absoluta perfección. Arremetía valeroso y sin reservas para dejar banderillas y rejones con pasmosa rectitud. Temple preciso al estribo y a la grupa. Luego, se batía en retirada llevando los pitones a dos milímetros del anca de los jacos. Regaló generoso lo mejor del oficio de rejonear toros: distancia en los cites, el temple como marca de la casa, ajuste en los embroques, toreo verdad e imaginación fundamentan su arte. Imborrable y alucinante son los adjetivos que guardamos para él después de lo visto. Enorme torero el jinete y figurones sus fantásticos caballos.

Por su parte, Uriel Moreno El Zapata, sobrado de moral, enarboló el pundonor de Leónidas y al filo de la navaja, como siempre que parte plaza en el ruedo de Insurgentes, vino a por todas. La cumbre de su torería la alcanzó en el, ahora ya mítico, par de los adentros hacia las afueras. Arrancó su ataque subido el estribo de la barrera para reunirse con el toro y clavar en lo alto. Salió a toda prisa con el toro prendido a las espaldas y galleando dejó estupefactos al toro y a los espectadores. El trance fue culminado en plan magistral cuando paró al morlaco y se le ocurrió la inspiración del desplante rodilla en tierra más elegante de los últimos tiempos. Después, su intervención muleteril fue un ejercicio de valor en estado puro. Se tiró a matar a toma y daca, enterrando el acero hasta los gavilanes. A la espuerta dos orejas que pliego a Dios, ahora sí le valgan.

José Mauricio -gracias a Jerjes I, el picador rey de la ineptitud- peleó en solitario contra miles de persas que de entrada le despreciaron su brindis. A pesar de que su tarde rodaba por las sendas del más absoluto de los desastres, sin achicarse plantó cara y a su segundo le hizo un quite fascinante que empezó citando con el quite de oro y completó con gaoneras de muy buena traza. Enarboló la franela en los linderos de la tragedia, las tarascadas le sacudían los alamares. Tardó en matar. El toro le rompió el estaquillador, entonces, hubo que despertar a su mozo de espadas para que le entregara la muleta de repuesto. Resolvió a unas décimas de segundo de escuchar los tres avisos.

El encierro de los 6 Rancho Seco 6, aceptables de presencia, tuvieron mucha casta, bravura y movilidad. Gracias a ello, devolvieron la emoción del acometer codicioso. Con su gran raza, en esta corrida del anacronismo, fueron colaboradores para las demostraciones del valor espartano. Fue la tarde del desfiladero de las Termópilas, la de los héroes redivivos, la del idealismo trágico. Los tres espadas y los seis toros estaban dispuestos a morir, antes que dar un paso a atrás. Y así yo. Con ellos hasta la muerte.