Lo que compruebas es que dudosamente se consiga torear en ese barrizal en que se ha convertido el ruedo. El rumor de la lluvia cayendo sobre el mundo te llena el alma de nostalgia y te preguntas que haces aquí junto a unos cuantos que no renuncian a venir a la plaza, así llueva, truene y relampaguee. Son los cabales y al igual que tú, portan en su estandarte las palabras escritas por Ramón Gómez de la Serna en su novela El torero Caracho: “ … las ideas se mezclan, los toros se parecen unos a otros, las banderillas arden al por mayor. Pero hay que saber aceptar ese aburrimiento comprendiendo que la vida es más sórdida y aburrida afuera…”. Qué haces aquí, es la interrogación al igual que te cuestionas otras muchas cosas. Por qué hiciste algo, o dejaste de hacerlo -lo que al final viene a ser lo mismo- así señalaste los derroteros de tu destino. Entonces, aparece en la memoria la presencia de quien no pudiste olvidar y esbozas una sonrisa melancólica. En esa barrera, solitario te sientes muy lejos del mundo. El agua empapa las imágenes y reconoces que la lluvia ya no te gusta y antes la disfrutabas cuando la veías escurrir vertical y lentamente, tras los cristales del comedor de tu niñez gozada en la casa materna, hoy perdida en la neblina del tiempo y en las lejanías de un pueblo serrano. Se acerca la hora de los clarines. Por un momento te pones en el lugar de los toreros que van a actuar en pocos instantes y piensas que la casaquilla ya pesada de por sí, ahora, mojada se hará casi intolerable. Imaginas que el frío, compañero fiel del miedo que deja los huesos helados, se  acentuará poniéndoles a castañear los dientes. Los tres alternantes a pesar del opaco desencanto hacen el paseo con ilusión, aunque tú con tus años a cuestas de ver toros, predices que la ilusión no basta. Ni los novillos ni los coletas se sentirán a gusto en ese piso jabonoso.

Bebes un sorbo de brandy mientras el primero de la tarde patina en el suelo pesado. Sin embargo, Luis Manuel Pérez El Canelo resiste el temporal y planta cara, pero el de La Muralla se va quedando. El trasteo es amoratado como la misma tarde. Por su parte, Miguel Ángel Roldán hace acopio de voluntad, pero el peligro sordo del segundo lo desinfla pronto; ante las circunstancias, el diestro se desdibuja como se ha desdibujado el horizonte en tonos grises. Trajo la espada desafilada y el novillo regresa vivo a los corrales. A su vez, Santiago Fausto endereza la función; confiado y seguro a pesar de las circunstancias, quiebra la cintura acompañando los pases. Se perfila a matar y lo hace con una estocada desprendida. Se lleva en la espuerta una oreja barata. Luego, una luz mustia aparece sobre el coso. Junto a ella la polémica decisión de suspender la corrida.

Llevas otro sorbo de brandy a los labios y te quedas perplejo. Los novilleros quieren seguir toreando, pero alguien ha dicho que no. Hay todo un tinglado girando en torno a la Plaza México, la autoridad le hace el juego y la fiesta es cada día más mediocre. Mientras tanto, llueve, llueve y llueve. El agua temblando se ensucia en los charcos pero no lava las conciencias. La lluvia no terminará nunca. El cielo es humedad quieta y gotas claras van cayendo sobre tu alma.

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde Puebla, crónica de José Antonio Luna