Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Se los debía a ustedes, me lo debía a mí y aquí está. Dirán mis lectores: bonita cosa que en los tiempos del Internet y la comunicación vertiginosa, éste nos salga con la crónica de una novillada que se dio hace quince días. Sin embargo, no soy cronista ni crítico y esto que leen es un artículo de fondo, por lo tanto, los detalles no pierden vigencia.
Fue el sábado siete de diciembre, en una de las plazas más bonitas del mundo, la de Tlaxcala. Me gusta mucho ir a los toros a esa ciudad, no sólo por lo que pueda o no, pasar en el ruedo, sino por el viaje mismo. Me gusta ir por la carretera y ver los campos que el otoño ha pintado de oros y de verde olivo; mirar el cielo azul, diáfano e inmenso y que haga frío aunque el sol brille espléndido. Llegamos a comer y al final, ordenamos buñuelos con miel de piloncillo y requesón, la tarde ya estaba endulzada. Después de los dos gustos, el del viaje y el de la comida, teníamos la esperanza de que el festejo fuera bueno y lo fue.
Ilusión a tope: seis novillos de las ganaderías de la tierra, Piedras Negras, Atlanga, Zacatepec, Tenexac, De Haro y La Gazca, impronta tlaxcalteca que se manifiesta en bravura, movilidad y el misticismo que encierra una corrida cuando los toros son capaces y tienen ganas de dar cornadas, condición elemental del rito que en éste país está casi perdida.
La novillada, como era de esperarse, cuajó muy interesante. Lo descubrí en el segundo de la tarde y lo confirmé con el resto de los novillos. Lo comento a mi esposa: Están en puntas. Ella, asiente respondiendo: Por ello, no nos estamos aburriendo como siempre. No nos aburrimos ni medio minuto. Todo lo acontecido tuvo un fondo de peligro y de tremenda verdad taurina.
Los cinco, siete o diez centímetros de pitón hacen la diferencia, tal vez, porque no es el hecho de matar los filos, sino que los toros no se sienten vejados y en el respeto a su integridad, acometen poderosos. Dije que no iba a hacer crónica y no la haré, pero sí quiero mencionar algunas cosas, por ejemplo, que hubo novillos de muy bella estampa y con leña en la cabeza. También, que Sebastián Palomo es un torero clásico, bueno con el capote y mejor con la muleta. A su hermano, Emilio Macías, le correspondió un novillo importante de Atlanga, que salió bravo, noble y de muy buen estilo, al que el muchacho toreó estupendamente por los dos lados, al final, falló con el estoque, pero como era una tarde de verdades, todos los pinchazos fueron en lo alto. A Sebastián Soriano le correspondió un merengue casi toro, de Zacatepec con muchas patas y que acomodaba la cabeza, pero, no es del todo cierto, lo de que la tarde fue de verdades absolutas, a los novillos los picaron con puyas para cinqueños de Miura y, uno de los ganaderos que volvía del destazadero, cerciorado, me lo dijo: “Se paró, porque con la puya le llegaron al pulmón”.
Para la segunda parte del festejo, los minutos se iban deliciosos perfumados de claveles y tabaco, el sol pintó de dorado la torre del campanario; estábamos en Tlaxcala y había pasodobles, ecos de badajos y en el cielo, las palomas surcaban el horizonte dividido por la torre. A la arena saltó un precioso cárdeno de Tenexac de mucha clase en la embestida, Alan Corona le pegó algunos grandes muletazos. Por su parte, el ejemplar de De Haro, fue tan bueno que casi se toreó sólo, Curro Recoba no entendió la solemnidad del novillo y eligió irse por las ramas del quehacer paródico, en vez de ponerse a torear en serio. El de la Gazca, toreado o manso de libro -lo que ustedes quieran-, puso en la frontera de las femorales rotas a El Penco, y entre el peligro de uno y la entereza de otro, los dos confeccionaron los renglones imprescindibles que deben escribirse en el drama del toreo.
La corrida no se consumó con adjetivos de faenas antológicas, sin embargo, fue una tarde de toros encantadora, nostálgica y bella, las últimas llamas en la hoguera que se extingue. Los novillos estaban en puntas y la mayoría salieron encastados. Los toreros se portaron a la altura y a cambio de la experiencia faltante, nos dieron su entusiasmo viril. Vimos a lidiadores inexpertos, sí, pero muy dispuestos a jugarse la piel. Fue mucha la casta de los novillos y mucha también, la torería de los aprendices.
En la dulzura que a veces es la vida, esa tarde, comprendimos que la esencia del toreo está en unos cuantos centímetros, los de las puntas de los pitones. Ellos fueron la diferencia entre la ordinariez y lo sublime.