Uno mira alrededor y ve a todos jugando con tal candidez que dan ganas de romper algún pilar para ver a doña Blanca. Juegan, sí, pero no con la seriedad que ponen los niños en sus rostros cuando son el Spiderman, el Capitán América, Luke Skywalker, o cualquier otro huevos de acero inoxidable, con poderes sobrehumanos para desfacer los entuertos con que la vida se las pone a peso.

Estos que les voy a platicar, juegan al toro, pero lo hacen más en plan de cachondeo. No juegan como se debe jugar, o sea, entregando el alma con la fuerza del querer ser que le pone un chico. Jugaron a que daban la doceava corrida de la triunfal temporada grande en la Plaza México. Aunque lo de triunfal –obvio- forma parte del cachondeo, porque, en realidad, durante el ciclo, después de doce corridas y más de setenta toros jugados, sólo han valido la pena dos o tres cosas: la faena de Urdiales antes de que se mexicanizara, el inolvidable toro “Mazapán” de Jaral de Peñas, al que Diego Silveti desperdició como el ganador de una carrera de coches despilfarra la champaña. Y algunas cosas que bordó Fermín Rivera.

En la número doce, el encierro de Arroyo Zarco fue débil, soso y algunos como el quinto y el sexto, por su cornamenta,  eran de desecho. Todos con fachada de novillos y algunos más feos que la señorita Laura. Sin embargo, nadie se quejó, porque también los que se sientan en el graderío están jugando y saben bien que siempre es mejor que te den poquito a dejar de jugar. El toro de la corrida se llamó “Ilusión”. Endeble, se cayó más de cinco veces, y sólo fue picado con un rasguño. En cuanto al estilo, acabó saliendo con la cara arriba, aunque en algunas tandas lo hizo acomodando bien la cabeza. Como el juez Gilberto Ruiz Torres en su participación en el juego quería dar un arrastre lento, se lo dio a este.

Por la parte de los toreros: ¡nada!. Ignacio Garibay después de torear de lejos, aprisa y con la pierna de echar adelante puesta muy atrás, recibió de su compañero de juegos que fungió como juez, el regalo de irse a hombros. Si Garibay se cree esta coba, peor para él. Al final de su faena, tenía los ojos acuosos, nunca sabremos si fue porque ingenuamente creyó que había bordado una de lío gordo, o porque sentía compasión por esta fiesta que está a dos minutos de verle los cascos a las mulitas.

En cuanto a Pedro Gutiérrez el Capea, de nuevo dejó constancia de que no tiene nada que decir por más empeño que le ponga. Se fue a recibir de rodillas casi en los medios, pero después ya no quiso seguir jugando y se apagó para quedar donde siempre. Respecto a Mario Aguilar, cada corrida más difuminado, no hizo nada en otra de las múltiples oportunidades que le da la empresa. ¡Adiós, Tauromagia!. Oigan, y ¿si otra vez invitamos a jugar al maestro Juan Cubero?.

En principio, el toreo es lúdico, porque se realiza por un simple gusto y tal vez por ello, se dice que los toros se juegan. Las emociones que se dan en una verdadera y real tarde de toros son formativas para el ser humano. Es una experiencia muy intensa la de admirar la belleza cuando se crea en la frontera misma de la muerte. Las reflexiones que provoca la grandeza del toreo son muy profundas, porque alguien se está jugando la vida para expresar lo que lleva dentro y esa es la tremenda circunspección de este juego. En cambio, todo se desvirtúa cuando pasan cosas como en la doceava corrida. Esta es la triste historia del toreo que estamos escribiendo en México. Jugamos, pero no con la seriedad con la que lo hace un niño, sino con nuestro tradicional, feliz y voluntario pitorreo, con nuestra mediocridad sazonada de complejos, con el dejo de corrupción que nos atosiga siempre y las estrategias particulares que hacen que cada quien reme para diferente lado. Quizá yo no lo comprendo, pero ese sea el juego, dar vueltas en el mismo sitio sin dirigirnos a ninguna parte.

 

 

 José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP
Puebla, México