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Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

El título parece el de una película producida por Walt Disney. Una de esas clásicas  basadas en historias de la vida real, como la de Pablito y yo, en la que un niño es hijo de un adiestrador de caballos. Al padre, hombre cruel y violento, le encargan que ponga a saltar un pura sangre, pero el animal siente tanto miedo hacia su entrenador, que a los obstáculos les hace más ascos, que un gringo a un taco de acociles. La trama se enreda cuando el propietario de la bestia, un general, manda matar al inservible cuadrúpedo, motivo por el que Pablito se fuga con el alazán y ya se pueden imaginar las aventuras, son las mismas de siempre en una cinta de Disney, sólo cambien al león o a la pantera y pongan un caballo.

La historia que les voy a contar empieza como la canción El vendedor del grupo Mocedades, “… en la plaza vacía…” Miguel Ángel Perera, Juan Pablo Sánchez y Armillita IV, hicieron el paseíllo para matar los toros que encerró el ganadero don Julián Hamdan. Nuestra narración es aún más tierna que las del creador del pato Donald, aunque carece completamente de emoción. La corrida fue un somnífero. En el primero de la tarde, hacia el final de la lidia, el diestro extremeño nos despertó con unos buenos pases a un toro más noble que un marqués y más suave que un merengue. Luego, salió el segundo, un turrón que embestía con la bobería de un oso perezoso. Juan Pablo Sánchez -el Pablito de nuestra historia, lo del nombre del protagonista no lo hice a propósito, es pura coincidencia- tuvo la paciencia necesaria para que el torito del aburrimiento se entregara. Si alguna virtud debemos ponderar en esta faena fue el temple. Pero, ustedes van a perdonar, un temple sin éxtasis, porque no hubo la más mínima sensación de peligro. La belleza estética fue extrema, como la de un bailarín del Bolshoi, como la modelo Sara Sampaio en un estudio fotográfico, cuidados todos los detalles, sí, pero muy lejos de lo que es el verdadero toreo, porque el toro no tenía en las venas un goterón de bravura.

Nada de magias ni de exquisiteces ni de excelsitudes ni demás cuentos de Walt Disney que al otro día se publicaron en algunas crónicas taurinas. La faena fue de una tristeza profunda, estábamos asistiendo a la agonía del toreo mexicano. El de los cuernos pasaba caminando con una lentitud pasmosa carente de toda emoción como si estuviera amaestrado, mientras Juan Pablo Sánchez lo templaba y componía la figura. Eso no es el toreo ni de coña ni es nada, por más que haya algunos que lo aplaudan. Aquello fue una demostración de mansedumbre doméstica.

Como el toro parecía amaestrado la historia pudo tener realmente un final feliz, porque con tres pases más no hubieran faltado los rústicos que empezaran a ondear los pañuelos blancos, exigiendo al juez el indulto de tamaño embutido de nobleza. Imagínense el final: último pase, Juan Pablo Sánchez avienta al suelo la muleta y se encamina hacia el toro y lo abraza el animal baja la cabeza y los dos derraman lágrimas. Nosotros, también lagrimeamos y nos sonamos la nariz. En ese momento, suena una música compuesta por Hans Zimmer, algo opulento como en El rey león, pero aflamencadito, el torero abraza al toro y salen del ruedo mientras todos los presentes aplauden jubilosos. The End.

Pero no fue así, porque al soso lo arrastraron las mulitas y el torero dio su vuelta al ruedo, feliz, mostrando la oreja cortada. Ellos no derramaron las lágrimas, pero el toreo sí, lloró con profunda tristeza  por una faena muy bella, pero sin nada de pozo, por un toro bravo sin bravura, unos pitones sin amenaza, un rito de sol que, en la actualidad, se da casi de noche, por un tendido ya sin público, y sobre todo, por una fiesta trágica que a fuerza de nobleza perdió el sentido de lo dramático.