Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP
Los paradigmas, que son cosa muy seria, mandan que para ser torero se debe nacer en España, o en su defecto, en Colombia, Ecuador, Francia, México, Perú, Portugal o Venezuela. Fuera de esos países, es difícil imaginar a un diestro por ejemplo, sueco, tailandés o argentino, a los que montera y vestido de luces les vendrían como a Gandhi unas cananas cruzadas sobre el pecho y un AK 47 en las manos. Sin embargo, el lugar de nacimiento no limita la vocación y así, ha habido un torero japonés y otro africano, Atsuhiro Shimoyama El niño del sol naciente y Ricardo Chibanga.
El paradigma fundamenta al estereotipo. El primero es modelo y ejemplo de un concepto y el segundo, es la percepción poco profunda, exagerada y simplona que se tiene de una persona en relación a paradigmas errados, por decir algo, de su oficio, nacionalidad o costumbres.
El estereotipo del torero es muy particular. Además de haber nacido en un país taurino, el matador debe ser católico. La tauromaquia está totalmente imbuida del rito de la iglesia de Roma. Las ferias de toros están relacionadas con las festividades patronales de Vírgenes y santos, que son las que marcan los principales eventos taurinos. A su vez, como parte de la liturgia, el diestro monta un altar en su habitación del hotel; al primer sitio al que se dirige nada más llegando a la plaza, es a la capilla de la misma y en ella, previo al paseíllo, ora con gran devoción. También, a lo largo del día de corrida, una y otra vez, invocará a Cristo y a la Virgen María, y se persignará cada vez que le corresponda su turno de actuar.
Otra exigencia del estereotipo del torero es que este debe ser muy macho y el respeto que impone es directamente proporcional a los cojones que demuestre durante su actuación. De hecho, en el mundo del toreo, la palabra cojones es paradigmática y tiene muchas acepciones. Para salirle al toro, se necesitan muchos cojones. Al matador valiente le sobran cojones y al que está corto de valor, le faltan cojones.  Es decir que son los atributos sexuales masculinos, los que van a señalar al torero macho que se la juega siempre con dos cojones.
Sin embargo, todo en la vida tiene su excepción y el estereotipo se hace cisco con Sidney Franklin. Este torero nació en Nueva York, profesaba el judaísmo -en España se le conoció como “el torero de la Torá”- y era gay.
Tras una tremenda discusión con su padre, se mudó a México. En nuestro país y según su autobiografía, fue discípulo del mismísimo Rodolfo Gaona. Hizo temporada novilleril en este país y luego, durante 1929, en España. Toreó en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla y salió por la Puerta del Príncipe. En 1945, tomó la alternativa en Las Ventas, los toros fueron de la casa Sánchez Fabrés, como padrino fungió Luis Gómez El Estudiante, de testigo Morenito de Talavera y el toro con que se doctoró fue un colorado que llevaba el número veinticuatro herrado en los cueros y de nombre “Tallealto”. El mismo día que se recibió de matador, la revista El Ruedo publicó una entrevista y un reportaje, al que titularon “Olé mister Franklin”.
Sidney Franklin vivió intensamente el mundo del toreo. Entre otros episodios de su vida, la tarde del diez de agosto de 1952, en Tánger, mató una corrida de Miura alternando con Julián Marín y nuestro, Jorge Aguilar El Ranchero. Fue amigo del escritor Ernest Hemingway, que lo nombra en su libro Muerte en la tarde y refiriéndose a él de este modo: “[…] uno de los manipuladores del capote con más gracia, habilidad y suavidad hoy en día.” También fue amigo del actor Douglas Fairbanks.
El ámbito varonil de la tauromaquia le permitió ocultar su orientación sexual hasta su muerte. La historiadora Rachel Miller declaró  que el espada yanqui: “se escondía a plena luz, como un hombre gay en un deporte muy macho”. Nunca salió del closet ni le fue necesario.
El autor de Bulfigther from Brooklyn así tituló su autobiografía- fue un torero valiente y un ser extravagante al que le gustaba vestirse de luces con los trajes más lujosos y recamados de oro, que los sastres pudieran bordar. Aquellos eran diestros envueltos en la nebulosa de la farándula, la pasión y del misterio. Sidney Franklin hizo trizas los paradigmas y el estereotipo del torero, eso tal vez, es lo que da a su vida los profundos tintes novelescos.