Lo digo –esto último- porque los veterinarios taurinos tuvieron la cortesía de invitarme a participar con una ponencia en su Congreso Anual y además, entregaron un reconocimiento a la cátedra Cultura y arte taurinos y al Círculo de Estudios Taurinos de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, que me honro en presidir. Por eso, hoy clarines y timbales llaman a agradecimiento.

 

Escuchar cada intervención fue muy interesante. Lo suyo, además de dedicada labor de investigación científica, es una lucha que libran en solitario, ante un México en el que se están juntando los factores para erradicar, de una vez por todas, la fiesta brava. Por mi parte, hablé de lo que el toreo inspira en los pensadores y en los artistas. Sin embargo, ahora que corren tiempos tan desvalorizados, en los que importa mucho la forma y muy poco el fondo, hilar de cultura y arte es una cuestión fuera de cacho. Por si faltara, los taurinos cada día nos vemos más acorralados contra la pared por una moda defensora de los animales, que no se detiene a pensar con claridad en los marcados beneficios ecológicos y culturales que conlleva una tradición milenaria. En la actualidad, es más decoroso presentarse como político, pederasta o narcotraficante, que como taurino. No obstante, los que amamos el mundo de los toros jamás borraremos la memoria sublime de la arena las tardes luminosas, en la que por sobre el arte y la estética, campean la dignidad de un hombre que tiene los arrestos de atreverse a crear belleza en el lindero mismo de la muerte y la furia de una bestia que ha de luchar obsesivamente hasta el último aliento. En ello, hay mucha tela de donde cortar. La grandeza y la pequeñez humana y animal, son los verdaderos imanes que convocan a la plaza. A veces, allí, lo que se encuentra son toreros serenos, templando la embestida con la muerte rozándoles las femorales. Otras, coletas que se alivian en el teletoreo y bajonazos infames. También, hombres cornados o maltrechos que no se miran la ropa, recogen los avíos, y se tiran a matar ausentes y lejanos, con la naturalidad de quien entra a un café y pide servicio. Toros estoqueados -y debería yo decir estoicos si se vale darles virtudes humanas- que se niegan a caer, como presintiendo el enorme valor de los goterones de la casta que les corre por las venas; o indultados por sus cualidades, firmes catedrales, que se engallan, como preguntando si después de lo demostrado, todavía se debe algo.

 

En el ruedo, se dan cita la vida y la muerte consustanciales a la existencia de hombres y animales. Coraje, alegría, bravura, ambición, miedo, ética, estética, vergüenza, dolor, tristeza, entre otras cosas, son conceptos que andan sin sombra. Porque todas esas palabras conmueven hasta la médula, se escribe, se pinta y se compone música. Porque un toro antes de morir deja una lección de vida y denuedo, y porque un torero está dispuesto a inmolarse en la búsqueda de su ser más íntimo, el tendido convoca a los intelectuales y a los creadores. Fotógrafos que intentan detener el tiempo, escultores que desbastan piedra o funden metales para retener jirones de su memoria. El toreo es un rito trágico y fascinante que invita a asomarse a las honduras más trascendentales de la vivencia humana. Y el toro es un animal por demás noble y bello, ninguna otra criatura ha sido el tema recurrente de tantos artistas. Por todo eso, con gran entusiasmo y dedicación acudí a la cita, para mostrarles los afanes, proyectos y el plan de estudios. Por ello, y por que como los veterinarios taurinos y muchos hombres y mujeres más, pertenezco a esa raza privilegiada que se muere cada vez que ve doblar a un buen toro. Pero que revive expectante y jubilosa al siguiente toque de clarines.