Ustedes digan si vale la pena. Las tretas y martingalas empiezan desde el arreglo de los pitones. Antes, se despuntaba para que el toro perdiera el sentido de la distancia y no alcanzara al caballo, como el hombre al que le amputan una mano y por un tiempo debe adaptarse para tocar los objetos. Hasta ahí todo estaba perfecto, una cosa es que el tordillo haya sellado un pacto de lealtad y obediencia con el hombre, y otra muy distinta que por ello le cosan la barriga a cornadas. Proteger a los equinos es bueno. Lo malo, es el salvajismo espeluznante en el arreglo de los toros hasta el punto de serrucharles medio cuerno. Cuando el corte va más allá de la punta, unos cinco centímetros a lo más, se provoca una hemorragia que los vándalos ortopedistas de morlacos detienen introduciendo a martillazos trozos de madera, o sea, los famosos tachones. Entonces, el toro no sólo pierde el sentido de la distancia, sino que además, cuando, por un milagro lo que le queda de arma hace contacto con su supuesta presa, siente un dolor que le impide derrotar con fuerza y por reflejo contrae la embestida. Es decir, que está completamente invalidado para atacar.

Dice el diccionario de la Real Academia que caballero es el hombre que se porta con nobleza y generosidad. Puestos a sumar lindezas, en la plaza de toros el término se ha diluido entre cosas como el tamaño de la cuchilla del rejón de castigo, que es demasiado grande. También, lo de la rosa en color rojo. Esta flor es otra treta para ocultar la trampa artera de la estocada baja, trasera o de plano, la que descuerda al toro bajo unos pétalos de tamaño gigantesco. Por si faltaran artimañas, el rejoneador completa el cuadro cuando intenta la suerte de matar con la cuadrilla a su alrededor, protegiéndolo. Faltan en esta lista de irregularidades los malos jinetes que dejan los ijares de sus monturas como si se les hubiera trepado un mapache. Es que a fuerza de usar los acicates por una mala doma, terminan por rayar el vientre de sus fieles amigos hasta dejarlo como cuaderno de filarmónico. Me queda perfectamente claro que todo ello de caballerosidad no tiene un ápice. Esto de los rejoneadores se ha vuelto un dolor de huevos.

El desencanto más reciente corre a cargo de Pablo Hermoso de Mendoza y por ahí iba el asunto, pero pensándolo bien, da igual decir Diego Ventura o Leonardo Hernández. La tienen armada y lejos han quedado los tiempos de don Antonio Cañero que en vez de exigir tantas seguridades para correr el riesgo sin ningún riesgo –capten lo ácido-, pedía lo excluyeran del sorteo insistiendo que a él le echaran el barbas más grande del encierro, afirmando que al ir a caballo llevaba ventaja. Además, lidiaba los toros en puntas.

Cada vez que un torero a caballo nos ve la cara y que por sus trampas descuerda un toro, a mí se me cruzan los cables, me da colitis y se me aflojan los empastes. El espectáculo me parece indigno y lastimoso. Sin embargo, México es tierra fértil para que alguien llegue y con la guapeza de Fred Astarie nos lleve al baile, claqué incluido, y además vayamos batiendo palmas. Por si faltara, a pesar de todas las artimañas y descaros, los boletos salen a la venta al doble de su valor y la gente se da de cachetadas por conseguirlos, y todavía, aplauden a rabiar el maltrato que reciben. Uno comprende que los tiempos que corren son insulsos y abundan los tontos que valoran la tarde por el número de cervezas que bebieron y, por su lado, pululan los vivos que revuelven el río para sacar partido. ¿Caballeros en plaza?, a mí, más bien, me parecen Sancho Panzas. Cambian los tiempos, cambia el toreo y la forma como lo vemos. Ustedes perdonen, pero, sin la entereza que da la verdad, lo del rejoneo no deja de ser el número del caballito. En México deberíamos decir que nos gustan los toreros –y no es una salida del clóset- porque los toros, la verdad, nos importan un soberano carajo y el paquete incluye a algunos ganaderos.

 

  

José Antonio Luna Alarcón
Profesor Cultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México